Montañas repletas de cultivos cerca de Kalaw

Ya nos apetecía algo de verde.

Y no me refiero a la comida, sino al paisaje.

Myanmar nos estaba encantando, pero hasta ahora habíamos conocido quizás la parte más árida del país. Bagan había sido espectacular, sí, pero el rojo había sido el color predominante. Yangón y Mandalay, ciudades muy especiales pero, al fin y al cabo, ciudades. Ahora, por fin, habíamos llegado al verde. A la naturaleza. A un pueblo pequeñito en medio de las montañas que se llamaba Kalaw.

Kalaw es el paraíso del trekking de Myanmar: desde allí parten numerosas rutas por las montañas

Una joven de la etnia Pa-O

Durante las rutas de trekking es muy común cruzarse con carretas tiradas por bueyes y vacas

Hace muchos años fueron los británicos los que crearon Kalaw como estación de montaña que sirviera de oasis para escapar de las altas temperaturas del país. Los 1.300 metros de altura a los que se encuentra ayudaban bastante a ello. Hoy día, prácticamente todo el que llega hasta este punto, lo hace motivado por lo mismo que lo hicimos nosotros: hacer alguna de las múltiples rutas de senderismo que parten desde aquí.

El paisaje de la zona es espectacular

Kalaw se encuentra cerca del lago Inle, uno de los reclamos turísticos más bellos del país. El lago en sí ya posee una belleza sin igual, pero llegar hasta él a pie después de recorrer las hermosas montañas repletas de cultivos, era el mejor comienzo que podía tener la visita. No teníamos ninguna duda de que ese sería nuestro objetivo: descubrir la naturaleza que envolvía la zona y conocer de cerca las diversas etnias (hasta cinco diferentes) que conviven repartidas por las montañas, en la mayoría de los casos sin electricidad ni agua corriente. La guinda al pastel llegaría a nuestra llegada a Inle, pero eso sería unos días más tarde.

Estampas que te encuentras caminando por las montañas

¡Los agricultores también merecen un descanso de vez en cuando!

La excursión la contratamos la misma tarde que llegamos a Kalaw. Veníamos de Mandalay y habíamos hecho un trayecto por carretera de unas 7 horas aproximadamente. Estábamos cansados y lo tuvimos bastante fácil: en el mismo hotel en el que nos alojamos comentamos cuál era nuestra intención y ellos mismos se encargaron de ponernos en contacto con un guía local para negociar el trekking.

En apenas una hora teníamos todo acordado. De todas las opciones de trekking que se podían realizar, optamos por la que se extendía a lo largo de dos días incluyendo el pernoctar en una casa de una de las etnias.

Retrato de una señora de la etnia Pa-O

Los trabajos del campo son realizados en su mayoría por las mujeres

Saldríamos bien temprano a la mañana siguiente. Llevaríamos lo necesario para dos días en nuestras mochilas de mano y una furgoneta se encargaría, por un módico precio (2,5 euros), de llevar nuestras mochilas más grandes directamente al lago Inle. Como en casi todos los trekkings de este tipo, el precio que pagamos (unos 16 euros por persona) incluía la estancia y las comidas, pero no las bebidas. Eso ya era cosa de cada uno.

Los coloridos turbantes favorecen muchísimo a las mujeres y hombres de la zona

Uno de los poblados que se atraviesan durante el trekking

La ruta que discurre por las montañas entre Kalaw y el lago Inle podría decirse que es más cultural que paisajística. Sí, se atraviesan numerosos campos de cultivo de té, trigo, patatas… y por supuesto, de arroz. La belleza es enorme. Pero no es lo que más me llamó la atención. Lo más atractivo fue descubrir la manera de vivir de las diferentes etnias. Sobre todo la de las dos más comunes: los pa-o y los danu.

Los animales son una herramienta esencial en el trabajo en el campo

Mujeres regresan a sus hogares tras un largo y duro día de trabajo

Muy poco tiempo después de comenzar la ruta ya empezamos a encontrarnos con agricultores, tanto hombres como mujeres, trabajando en el campo. Sus ropas solían ser diferentes según la etnia a la que pertenecieran. Muchos se protegían del sol con los típicos sombreros cónicos que tan acostumbrados estamos a ver en otros países como Vietnam. Las mujeres, en muchas ocasiones, también se recogían el pelo con pañuelos de colores que marcaban la seña de identidad de su grupo.

Cuidando de su mascota…

Campos de arrozales

A aproximadamente media mañana llegamos al primer poblado por el que teníamos que pasar. Allí, bajo un pequeño techo de bambú, una señora se dedicaba a tejer de la manera más tradicional esos pañuelos que decoraban sus cabezas. Aprovechaban que la ruta de los turistas que recorrían la zona pasaba por aquí para vender sus productos a los recién llegados. Como siempre, y haciendo gala de su hospitalidad, invitaban a una infusión que podías tomar mientras observabas cómo llevaba a cabo su trabajo.

La simpática señora que tejía en su poblado

El lugar de trabajo de la señora tejedora: una caseta de bambú

Detalle de cómo manejaba el telar

Aunque están más que acostumbrados, la llegada de extranjeros siempre suponía un revuelo entre los autóctonos. Casi siempre se repetía la misma escena: los más pequeños se apresuraban a correr hasta donde estuviéramos para observarnos, hablarnos y reír sin parar. Un detalle que me encantó: ninguno pedía nada, ni dinero, ni regalos, ni pretendía vendernos ningún recuerdo. En pocos lugares de Asia ocurre esto a estas alturas.

Niño del primer poblado que visitamos

Los niños, siempre curioseando y sonriendo.

En algún momento de la ruta caminamos junto a una vía de tren. También pasamos junto a casas habitadas por monjes que salían a nuestro encuentro nada más oírnos. En otras ocasiones, sin embargo, nos cruzábamos con carros tirados por bueyes dirigidos por algún agricultor del lugar.

Los monjes también curiosean…

Pero eso sí, daba igual con quién nos encontráramos ni de qué manera. Estábamos en Myanmar, y eso significaba que todo saludo iba acompañado por la más amplia de las sonrisas.

El tendedero oficial de los monjes

Joven Pa-O

La casa en la que dormimos la compartimos con otros viajeros procedentes de los países más dispares. En ocasiones como estas todo el mundo habla con todo el mundo y se intercambian impresiones sobre el lugar que se visita. Es una de las cosas que más me entretienen. Sin embargo, lo que no fue tan entretenido fue la ducha, a base de bidones de agua helada y pequeños cacitos. Aquella noche dormimos en finos colchones en el suelo, unos junto a otros. ¿Quién quiere comodidades en lugares tan especiales como este?

Montañas verdes repletas de sorpresas

Nuestras cómodas y estupendas camas en la casa en la que nos alojamos. ¡Todos al suelo juntitos!

El segundo día de ruta fue diferente al primero. En esta parte del trayecto el paisaje quedó completamente relegado a un segundo plano. Lo cierto es que no fue nada espectacular, más bien monótono. Sin embargo, nos cruzamos con más gente que en ningún otro momento. Las mujeres ataviadas con sus pañuelos de alegres colores parecían multiplicarse. Lo mismo ocurrió con los hombres: era domingo, y ese día no se trabajaba. Pero sí acudían todos en grupo a los templos. Por eso no paramos de encontrarnos con muchos de ellos, en esta ocasión también arreglados con sus pañuelos en la cabeza, charlando y caminando junto a nosotros.

Domingo, día de ir en grupo al templo a rezar

Siempre con las sonrisas en sus caras

Los hombres también utilizan los pañuelos de colores a modo de turbantes

El paisaje sólo volvió a cambiar casi al final del trayecto. De repente, despistados de mirar continuamente hacia el suelo para no resbalar con el barro, levantamos la vista. Estábamos rodeados de vegetación, pero allí lo vimos. El lago Inle estaba ya cerca. El azul resaltaba entre las montañas que aún nos quedaban por caminar y sentíamos unas ganas enormes de avanzar cada vez más y más rápido. Nuestro destino estaba ahí y queríamos llegar cuanto antes.

El lago Inle entre montañas

Cuando por fin salimos del bosque en un punto inconcreto de una carretera, supimos que nos encontrábamos en Tonle. Vimos una pequeña caseta de madera donde teníamos que pagar la cantidad de dinero correspondiente a la entrada en el territorio del lago Inle. Una multa para los turistas con la que, una vez más, la junta militar aprovecha para sacarnos dinero y guardárselo en los bolsillos. No lo utilizan para mantener el lugar ni potenciar el desarrollo local. Una pena, pero si queríamos quedarnos de verdad en Inle, teníamos que pagarlo.

Escenas cotidianas cerca de Kalaw

Y así fue como llegamos a una de las grandes sorpresas del viaje. Destrozados, con los pies doloridos y las botas llenas de barro. Incapaces de cargar ni con el peso de nuestras mochilas que esperaban impacientes a ser recogidas en aquel lugar. Un refresco nos sirvió para darnos energía y continuar, en esta ocasión, hacia un muelle improvisado. Allí nos esperaba una barca que nos acercaría hasta el paraíso. Hasta el corazón de Inle. Por fin había llegado el momento.

En barca por el lago Inle