Oslo nos recibe nublada pero sin lluvia. Con temperaturas frías pero no heladas. Como estancada aún entre el invierno y la primavera, a pesar de que ya es casi verano.
La excusa para esta escapada exprés ha sido clave: The New Pornographers, uno de los grupos que más nos gustan, se encuentra de gira por Europa pero no pasa por España. Buscando uno de sus conciertos que coincidiera en sábado, lo vemos claro: no conocemos Oslo y puede ser la oportunidad perfecta para dar el salto a la capital noruega. Aunque, pensándolo bien, tampoco es que a nosotros nos haga mucha falta una excusa. Siempre que se trate de viajar y conocer nuevos lugares, lo ponemos fácil.
Llegamos el sábado por la mañana bien temprano tras un importante madrugón y la consecuente siesta en el avión. Todo un día por delante para pasear Oslo sin prisas: es una ciudad pequeña y manejable. Pinta bien.
Dejamos las cosas en nuestro apartamento (Anker Apartments, por si a alguien le interesa- 88 euros la noche) y nos vamos hacia el que va a ser nuestro barrio este fin de semana: Grünerlokka.
Grünerlokka es el barrio moderno de Oslo por excelencia. Parejas jóvenes pasean a todas horas por sus calles principales repletas de comercios y bares de diseño. La mayoría de ellos acompañados de carritos de bebé, todo hay que decirlo. Desconozco si Noruega vive en estos momentos un “babyboom” o si siempre ha sido así, pero la verdad es que el número de niños y de embarazadas es tan alto que llama muchísimo nuestra atención.
Las tiendas de ropa de segunda mano se alternan con las de objetos de decoración: el estilo nórdico impera y entran ganas de parar en cada una de ellas para llevarse alguna que otra cosita de vuelta a casa. El ambiente artístico se respira: en el interior de los restaurantes, en sus menús, e incluso en sus fachadas, muchas de ellas decoradas con vivos grafitis. Finalmente no nos aguantamos y hacemos parada en Munchies, una hamburguesería estilo vintage algo mugrienta pero con fama de servir las mejores de toda Oslo. Elijo la hamburguesa que hace honor al nombre del negocio y la acompaño de batatas fritas. Doy fe: están riquísimas.
Para bajar el considerable número de calorías injeridas salimos a la calle y seguimos paseando. Cruzando el río por uno de sus puentes llegamos hasta el centro neurálgico de la capital noruega. Sigue habiendo gente por todas partes, pero no demasiada. Para estar en el núcleo de la ciudad llama la atención la tranquilidad. El silencio. No existe el ruido propio de las grandes ciudades. El ambiente es más relajado.
La catedral aparece entonces en nuestro camino. El ladrillo visto de su exterior hace pensar en otro tipo de edificio. Accedemos al interior y resulta ser tan austero como su fachada, pero a la vez elegante. Nuestra guía nos informa de que fue restaurada no hace mucho tiempo. Una visita rápida y continuamos hasta Karls Johan Gar, la calle donde se concentran las grandes marcas comerciales que se repiten en todas y cada una de las ciudades del mundo. Aquí sí nos encontramos con más gente. Quizás es que todos los noruegos han decidido ir hoy de compras, quién sabe… Una especie de feria con atracciones nos sorprende justo antes de llegar a una de las joyas de la corona de la ciudad. Por fin tengo ante mí el gran edificio de la Ópera.
El estudio de arquitectura Snohetta volcó todo su ingenio en el proyecto cuando le encargaron el diseño del que iba a convertirse en uno de los iconos de Oslo. Probablemente ni lo sospecharan, pero a día de hoy la Ópera es el gran atractivo turístico de la ciudad. Todos aquellos que la visitan hacen su parada frente a él para contemplar cómo sus originales techos inclinados se adentran hasta el mismísimo fiordo. Es como si un enorme témpano de hielo emergiera del mar en ese punto. Caminando por él, la base llega a transformarse en el tejado y se accede hasta la terraza superior, gratis y con una de las mejores vistas tanto de la ciudad como del propio fiordo.
Tampoco están mal las vistas desde lo alto de la fortaleza de Akershus, la verdad. Para llegar hasta ella damos otro paseo que nos hace atravesar puentes, arcos de piedra y jardines. Enormes puertas de madera dan la bienvenida y, tras subir alguna que otra empedrada cuesta, nos encontramos de frente con uno soldado haciendo guardia. Va vestido con un sobrio uniforme negro de hombreras verdes y costura roja bordeando el filo de su chaqueta. El negro es también el color de su sombrero, a modo de bombín, y la enorme pluma que surge de él.
Chispea un poco cuando alcanzamos la zona más alta y consigo admirar el fiordo de Oslo en toda su extensión. A pesar de que el tiempo no es el mejor, una decena de veleros se ha animado a navegar por sus aguas y bailotean cruzándose suavemente unos con otros. Tres niñas, vestidas con trajes típicos, aparecen de la nada. Juegan por un camino cercano y avanzan hasta el punto en el que nos encontramos. Ríen a carcajadas mientras corren cuesta abajo y vuelven a subir. Me resulta extraño que apenas haya turistas en esta parte de la ciudad.
De regreso a nuestro apartamento me distraigo pensando en cómo sería vivir aquí. Las fachadas de los negocios, pintadas de diferentes colores -siempre en tonos pasteles- le regalan cierto encanto a las calles. Todo parece que está donde debe de estar. En su sitio. No hay desorden por ninguna parte y la gente se comporta de manera educada. Ninguna voz más alta que otra. Es como si no quisieran molestar al resto y evitaran llamar la atención a toda costa. Solo algún que otro grupo de jóvenes, disfrazados, parece estar más animado de lo normal. Obviamente, celebran una despedida de soltero.
Tras un breve descanso en nuestra habitación nos marchamos a disfrutar del objetivo de este viaje. El concierto de The New Pornographers, en el Vulkan Arena, resulta ser todo un éxito. Cenamos algo en uno de los bares que quedan abiertos a última hora de la noche y nos vamos a dormir. Mañana será otro día.
Amanece temprano a estas alturas del año en Oslo. A las 4 y media de la madrugada ya se intuye cierta claridad al otro lado de la gruesa cortina de la habitación. Unas horas más tarde, ya duchados y con la maleta lista y guardada en la consigna del edificio, desayunamos un rico –y típico- pastel de canela y algo calentito para apartar el frío de nuestros cuerpos. Volvemos a hacerlo en un pequeño local hipster de nuestro moderno barrio.
Apuramos el último bocado y salimos a la calle para darnos cuenta de que llueve. O más bien, chispea. Parece que en esta parte del mundo el concepto de lluvia tal y como la conocemos nosotros no existiera. Se trata de una simple llovizna, suave, apenas molesta. Un “chirimiri” que cae sobre nuestras capuchas sin llegar a empaparnos. Aún así, decidimos ponernos a cubierto: nuestra siguiente parada será el Museo Munch.
Pero de camino cruzamos el inmenso Jardín Botánico de la ciudad. Es gratuito y posee una variedad de plantas y flores impresionante. Repartidos por sus más de 6 hectáreas hay varios invernaderos donde crecen especies que, de otra manera, un país nórdico como es Noruega jamás hubiese visto. El nivel de humedad que hay en el interior empaña el objetivo de mi cámara al instante y no me deja fotografiar las palmeras, nenúfares y cactus que tanta gracia me hacen.
Munch es a Oslo lo que El Greco a Toledo, Picasso a Málaga o Velázquez a Sevilla. -Tiro para casa porque para qué poner otros ejemplos más lejanos, ¿no?-. Muchas de sus obras principales, como El Grito, se encuentran expuestas en la Galería Nacional. Sin embargo, nos decantamos por adentrarnos un poco más en su producción artística. Por conocer algo más de cerca a este enigmático pintor y descubrir esos otros trabajos que, hasta este momento, desconocíamos.
Al llegar al museo nos damos de bruces con una larga cola de noruegos esperando su turno para comprar la entrada. Como curiosidad, seguimos cruzándonos con muy pocos turistas. Una vez dentro nos lanzamos a dar un paseo por las obras más diversas y desconocidas del artista: su trabajo pasó por distintas etapas y la muestra que puede visitarse resume su parte más creativa y también la más cruel. Tres salas que atrapan y muestran a Munch tal cual. El Grito nos lo dejamos para la próxima.
Pero la calle vuelve a llamarnos, y aprovechando que parece que la primavera ha vuelto por unos minutos a Oslo, decidimos pasear hasta otro de los lugares emblemáticos de la ciudad. Así consigo seguir creando un mapa visual –o más bien sensorial- repleto de nombres, tiendas, parques, calles y casas. Atenta, consigo captar pedacitos de Oslo: un piano suena en el interior de un edificio; varios jóvenes hacen jogging conjuntados hasta en la cinta que llevan en sus muñecas; me cruzo con una señora mayor que, vestida elegantemente, pasea a su perrito mientras otro vecino para a comprar verduras en una de las tiendas del barrio.
Mientras caminamos no puedo evitar que los ojos se me vayan para las enormes ventanas de los edificios de viviendas. Cada vez hay más cortinas y estores que le regalan cierta privacidad a los noruegos. Una pena, mi alma cotilla siempre ha sido feliz en países como este, donde podía ver si problema alguno cómo son esas casas por dentro.
Nos acercamos hasta el Palacio Real avanzando por una enorme avenida. Más abajo queda el edificio del Parlamento, con sus dos grandes leones al frente. Nos adentramos en un barrio de “clase bien”. Aquí el caché ha subido, solo hay que echar un ojo a las fachadas de las casas y a los negocios. Cada vez estamos más cerca del parque Vigeland.
El escultor Gustav Vigeland, de origen humilde, trabajó tanto dentro como fuera de Noruega hasta que el interés por su obra hizo que la ciudad de Oslo le construyera un estudio para que pudiera desarrollar su creatividad tranquilamente. Su gran aportación fue, sin duda, este parque que hoy día lleva su nombre. Ya había visto imágenes y leído textos sobre él, pero solo tuvimos que cruzar la enorme verja de entrada para entusiasmarme como un niño en una feria.
Más de 200 esculturas. Ni más, ni menos. Esta cifra redonda es la que se encarga de decorar el que se ha convertido en uno de mis parques favoritos en el mundo a partir de este viaje. La ancha avenida central que lleva hasta la enorme columna de 17 metros de altura ya te va haciendo el cuerpo: esculturas con forma humana en mil y una posturas, con mil y un gestos, transmitiendo mil y una emociones, dan la bienvenida. Hay quien se anima a imitarlas. No podemos dejar de mirar para todas partes: cada detalle, cada rincón de este parque, depara una sorpresa.
El colofón llega al subir unas últimas escaleras: allí mismo, frente a mí, 121 cuerpos entrelazados luchan por alcanzar el cielo. Un solo bloque de granito fue lo que necesitó Vigeland para crear esta auténtica obra maestra. Y nos sentamos a sus pies, a los pies del monolito, observando lo que nos rodea. Y mi atención no alcanza a admirar y a distinguir y a estremecerse con cada detalle esculpido. Cuántas horas dedicaría el artista a esta columna. Cuánto tiempo se necesita para crear algo semejante.
Miro de reojo el reloj y soy consciente de que apenas tenemos una hora para tomar el autobús que nos llevará de vuelta al aeropuerto. Que aquí se acaba el fin de semana exprés que tan bien me ha sentado. Que toca decirle “hasta luego” a Noruega –solo hasta luego, queda mucho país por descubrir-. Pero que cuando las despedidas son rodeados de tanta belleza… se digieren mejor.
Despega el avión desde el aeropuerto de Oslo y desde mi asiento junto a la ventanilla compruebo cómo el verde se convierte en blanco en pocos segundos. Las nubes tapan el paisaje. Y mis párpados, como empujados por la presión de volar cada vez más alto, se cierran sin remedio. El sueño se apodera de mí. Ha llegado la hora de soñar con nuevos destinos y próximas aventuras.
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