Barca al atardecer en el lago Taungthaman, muy cerca de Mandalay

El despertador suena temprano y enseguida nos ponemos en marcha. El intenso calor de esta ciudad se nota desde primera hora, así que nos vamos haciendo una idea de lo que nos espera el resto del día. Desayunamos mientras decidimos que queremos alquilar una moto. En Mandalay es el medio de transporte más común y práctico. Aunque las hay a miles, está claro que se organizan y se mueven con el mismo caos ordenado que se repite en el resto de ciudades del sudeste asiático.

Los alrededores de Mandalay están repletos de tesoros secretos

Tal y como cruzamos el umbral de la puerta del guest house dos hombres de mediana edad nos abordan educadamente y nos ofrecen sus servicios: ser nuestros “chóferes motoristas” durante todo el día y llevarnos allá a donde queramos ir. Les damos las gracias y les comentamos que nuestra intención es alquilarla nosotros mismos. Curiosamente veo cómo se les dibuja una medio sonrisa en la cara mientras nos alejamos. Una media sonrisa que se transforma en sonrisa completa un ratito más tarde, cuando nos ven reaparecer… Sólo unos minutos nos han bastado para tener claro que le tenemos suficiente aprecio a nuestras vidas como para jugárnosla con una moto en esta ciudad. Así que al final aceptamos la propuesta de nuestros motoristas, negociamos, y nos lanzamos a descubrir los alrededores de Mandalay.

Los monjes se disponen en filas en el monasterio de Maha Ganayon Kyaung a la espera de su turno para almorzar

Varios miles de monjes budistas conviven en este monasterio

Ya comenté en otro artículo hace unos meses que la mayoría de los reclamos de Mandalay se encuentran en las zonas que la rodean. Así que decididos, y tras un entretenido paseo, hacemos nuestra primera parada a unos 12 kilómetros de la ciudad, en Amarapura. Allí está el monasterio Maha Ganayon Kyaung. En este lugar, muy cercano al famoso puente de U-Bein, conviven varios miles de monjes budistas. Son casi las 11 de la mañana y esto significa que es el turno del almuerzo. Todos y cada uno de ellos van saliendo, lentamente, de sus habitaciones o de las zonas comunes y se acercan, solos o en grupo, hasta la larga cola que ya ha comenzado a formarse a la entrada del comedor del monasterio. Los voluntarios llevan a cabo el ritual de dar de comer a estos monjes como cada día, sirviendo la cantidad que corresponde en sus recipientes. Una comida sufragada gracias a las donaciones de los fieles. Los monjes, concentrados y mirando al frente, esperan con paciencia su turno. Sus túnicas burdeos se entremezclan unas con otras y sus pies, cubiertos por gastadas chanclas, avanzan muy poquito a poco.

Uno de los monjes camina hacia su habitación después de almorzar

Es cierto que la imagen en sí es muy llamativa. Sin embargo, llega a serlo tanto, que diariamente varias decenas de turistas visitan este monasterio y se agolpan alrededor de los monjes. Aquí, como tantas veces ocurre a lo largo de los viajes, uno se plantea si realmente lo que está haciendo es correcto o no. Una escena de la vida cotidiana se convierte en casi un espectáculo y todos, absolutamente todos, colaboramos en que así sea haciendo clic con nuestras cámaras de fotos sin cesar. ¿Realmente tiene algún sentido todo esto? ¿Qué queda de la esencia de un pasaje más de la vida como este cuando causa tanta expectación? ¿Debería continuar capturando imágenes o lo mejor sería marcharme y dejar a los monjes vivir su vida en paz? La realidad es que finalmente hago fotografías como todo el mundo. Y dándole vueltas al tema, si hemos hecho lo correcto o no, decidimos continuar con nuestro camino.

Se puede pasear por las dependencias del monasterio sin ningún problema

Uno de los monjes lava los platos en el fregadero común

Aún nos quedan por ver muchos rincones y estamos ansiosos por conocer un poco más. Así que el siguiente lugar al que nos acercamos es Sagaing. Para ello cruzamos un enorme puente que atraviesa de orilla a orilla el ancho río Ayeryawadi. Como la mayoría de las ciudades de cierta importancia en Birmania, Sagaing ostentó el título de capital del país durante seis años. Esto fue hace ya mucho tiempo, allá por el siglo XVIII para ser más exactos, sin embargo aún hoy día mantiene un status relevante en el país. Lo más representativo del lugar son las altas colinas repletas de cúpulas doradas y blancas. Nos quedamos en la parte más baja de unas escaleras que, a simple vista, nos parecen infinitas. Al alzar la vista lo único que alcanzamos a ver son escalones y más escalones que cada vez se hacen más pequeños. Aunque mi cuerpo aún tiene presente los 777 que subimos en el Monte Popa, no lo pienso dos veces y comenzamos a ascender.

Así comienza el primer tramo de escaleras para ascender a la colina…

Sagaing constituye un lugar muy importante para la religión budista. De hecho, hasta seis mil monjes y monjas habitan en estas frondosas y verdes colinas durante todo el año. Muchos de estos monjes acuden hasta aquí para meditar, por lo que es fácil encontrarse con ellos por todas partes.

Las vistas desde la zona más alta de la colina son realmente impresionantes

Las sonrisas birmanas son de los tesoros más preciados del país

Aunque para visitar la zona monumental de Sagaing, en teoría, hay que pagar lo equivalente a 3 dólares, desde muchos de los accesos (como por ejemplo por el que nosotros entramos) se puede subir sin control alguno. De vez en cuando vemos un caminito que sale desde las mismas escaleras y se adentra en la colina dando a parar a templos pequeñitos: toda la zona está conectada mediante estos estrechos senderos, aunque a simple vista no se aprecie. Cuando por fin alcanzamos la cima de la colina, nos encontramos con el conocido como “Santuario de la Primera Ofrenda”. Su estupa central dorada, de casi 30 metros de altura, fue levantada en el 1312. En su parte más alta hay también tiendas de recuerdos y de ofrendas religiosas. Las oraciones y cantos de los monjes se escuchan a través de los enormes altavoces y atraviesan, como una onda expansiva, las inmensas colinas. No hay rincón que se escape.

Figura de Buda en uno de los templos de Sagaing

Al bajar de nuevo las escaleras reanudamos nuestro camino. La próxima parada que queremos hacer es Inwa, y en este punto nos surge un dilema que ya nos ha surgido cuando visitamos Mandalay. La entrada para ver todo lo interesante que se puede visitar en Inwa cuesta 10 dólares. Un dinero que, como ya expliqué en el artículo sobre Mandalay, no va dedicado a la conservación del lugar ni a pagar a los trabajadores y vigilantes, sino que se lo queda la Junta Militar del país. Nuestros “mototaxistas” nos comentan el tema y nos proponen una alternativa: llevarnos por caminos secundarios, no pagar ese dinero y, además, enseñarnos otras zonas repletas de ruinas menos transitadas por turistas. Tras pensarlo un momento, accedemos. ¡Y cuánto nos alegramos horas más tarde!

Escenas de la vida cotidiana. Creo que aún caben algunos más…

Sé que soy muy pesada, pero es que en Myanmar se me hacía imposible dejar de fotografiar a la gente

Montados en las motos volvemos a cruzar el río para llegar a Inwa, rincón birmano que, aunque hoy día es de lo más rural, en su momento fue capital de Birmania (sí, otra capital más) durante más de 350 años. Los caminos alternativos nos llevan a descubrir este pequeño pueblo, completamente opuesto a Mandalay, en el que la paz y la tranquilidad son las reinas del lugar. Entre casitas mal construidas, pequeños puestos de comida y lugareños que pasean por la zona, vamos encontrando grandes sorpresas. Lo que nos deja con la boca abierta son enormes explanadas con impresionantes ruinas de templos que, si aún hoy nos parecen espectaculares, en su día debieron de dejar sin aliento a más de uno.

Sorpresas que se encuentran al perderse por los senderos de Inwa. Este fue uno de los lugares que más me gustaron

Los caminos nos llevaban hasta lugares a los que no sabíamos ni ponerles nombre. Las ruinas sólo para nosotros.

En lugares como estos la imaginación vuela tratando de averiguar cómo sería la vida hace unos cuantos cientos de años

Descubriendo escenas cotidianas de lo más curiosas es como, sin buscarlo expresamente, vamos a parar a unas ruinas sin nombre (al menos, conocido) que nos sorprenden a los cuatro (a nuestros nuevos amigos, también). Allí decidimos parar un buen rato, adentrarnos en el interior de los templos a oscuras, perdernos por sus pasillos medio derruidos y subir hasta sus zonas más altas. Siempre con cuidado, eso sí, porque las protecciones brillan por su ausencia y estamos a una altura considerable.

Dos niñas charlan alegremente junto a una de las ruinas que visitamos

Subimos con mucho cuidado hasta la parte más alta de estos templos sin nombre

Uno de los tesoros de Inwa que asumimos que nos íbamos a perder al no pagar la entrada general de 10 dólares es el Bagaya Kyaung, un impresionante templo de teca que es la joya de la corona del lugar. Fue construido en 1834 y está apoyado sobre un total de 267 postes. En él siguen habitando monjes que incluso llevan a cabo clases de iniciación al budismo. Nuestra sorpresa es enorme cuando, en nuestro camino de vuelta, pasamos por delante de la entrada al templo y nos damos cuenta de que ya está cerrado al público. Sin embargo, sus puertas están abiertas y no hay rastro de guardias. Nuestros nuevos amigos, más pícaros aún que nosotros, paran las motos en seco y nos dicen que aprovechemos, que entremos y lo visitemos a nuestro aire. No tienen que convencernos demasiado. He de decir que merece su fama: es un lugar espectacular.

El famoso monasterio de teca desde fuera. Por dentro es mucho más espectacular, ¡os lo aseguro!

A este amigo me lo encontré en el interior del monasterio. La única persona con la que nos cruzamos.

Otro de los monumentos más conocidos de Inwa es la popularmente llamada  “torre de Pisa”. Se trata de una fortificación de 27 metros y medio de altura que aún no acabo de comprender cómo se mantiene en pie. Ni entiendo eso, ni entiendo cómo tengo el valor de subir hasta lo más alto, porque no paro de pensar que aquella estructura se derrumbará bajo nuestros pies en cualquier momento. La parte más alta quedó destrozada tras un terremoto que tuvo lugar en 1838 y el resto del edificio se ha ido inclinando poco a poco hasta quedar como se encuentra actualmente. Hacedme caso, cualquier día de estos prohibirán su visita. ¡Si es que no ocurre ninguna desgracia antes!

Vendedora de recuerdos en la parte más alta de la torre

Esta es la famosa torre inclinada. Aunque a simple vista no parezca peligrosa, ¡hay partes en las que no hay ni suelo!

Entre paradas y visitas el día va avanzando. Cuando nos venimos a dar cuenta, el atardecer se acerca. Así que lo tenemos claro, ha llegado el momento de trasladarnos hasta uno de los lugares que más deseo conocer: el puente de U-Bein, uno de los rincones, sin duda alguna, más especiales de la zona (e incluso del país). U-Bein es el puente de teca más largo del mundo. Mide 1.200 metros de largo y aunque se puede ir en cualquier momento del día, lo mejor es acercarse al amanecer o al atardecer, cuando el sol tiñe de naranjas y amarillos el cielo y se pueden capturar las imágenes más bonitas. (¡Eso si no os toca un día nublado como nos ocurrió a nosotros, claro!).

Comienza a atardecer en el puente de U-Bein

Pasear los 1.200 metros de puente de orilla a orilla permite descubrir muchas escenas de la vida cotidiana

La vida que bulle a lo largo de este enorme puentregala una estampa maravillosa. Monjes con sus túnicas paseando plácidamente, parejas de enamorados charlando, pescadores que echan su ratillo esperando capturar la cena del día, jóvenes muchachas que avanzan con sus bicicletas de camino a casa, y, cómo no, turistas. Todos se mezclan sin cesar a lo largo de la estrecha pasarela, respetando el espacio de cada uno. Es divertidísimo observar cómo la vida pasa y todos encuentran su sitio en este lugar. Parece que todo se detiene. O más bien que fluye lentamente en una sintonía perfecta. Se mire donde se mire aparece una estampa bonita.

Algunos niños aprovechan para pescar la cena de la noche

Los monjes cruzan continuamente de un lado a otro. El monasterio de xx está muy cerca del puente de U-Bein

Una joven cruza el puente con su bicicleta

Ha llegado el momento de disfrutar de verdad, así que nos relajamos y paseamos los 1.200 metros de puente de orilla a orilla. Poco después deshacemos el camino. Una de las riberas del lago está preparada con numerosos chiringos en los que se puede picar algo. En los alrededores también hay varios puestos de comida ambulante. Aguantamos junto al puente varias horas, tomamos un refresco y deseamos que el momento dure infinitamente. Pero no podemos parar el tiempo y, al final, todo se vuelve oscuridad. Es entonces, cuando ya apenas se ve nada, cuando los pocos turistas hace ya rato que desaparecieron y por mucho que queramos, hay poco más que hacer allí, cuando nos damos cuenta de que estamos realmente agotados. El día ha sido largo, lleno de experiencias y descubrimientos: Myanmar nos está regalando mucho más de lo que podríamos imaginar.

Pero ahora, toca regresar a Mandalay.

El día llega a su fin en el puente de U-Bein