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El avión atravesó las nubes y de repente todo se volvió verde. A través de la ventanilla podía ver las altas montañas levantándose imponentes a ambos lados. El paisaje desde allá arriba era precioso: a veces me olvido de que el norte de España es prácticamente otro mundo. Y mientras pensaba en estas y en otras muchas cosas, el avión comenzaba descender buscando su destino: la pista de aterrizaje donde unos minutos más tarde tocaría suelo. Había llegado a Bilbao.

En solo media hora ya me encontraba en Portugalete: mi primer contacto con los pueblos de la costa de Vizcaya. Esa sería mi casa durante los siguientes dos días, así que para ir adaptándome al lugar –una tarea nada complicada, todo hay que decirlo- me senté en la terraza de mi hotel y disfruté de uno de los tesoros de la cultura vasca: sus pintxos. Y no solo eso. Por si fuera poco, frente a mí se levantaba la verdadera joya arquitectónica de la zona. Una obra de arte declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco: el increíble Puente de Vizcaya. Casi nada.

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Había llegado hasta este rinconcito de Euskadi invitada por Turismo Bizkaia Costa Vasca. Me habían ofrecido disfrutar de los encantos de la zona en compañía de otros blogueros de viajes y, ante tan atractiva invitación, no supe decir que no. Ahora, solo me quedaba esperar al resto del grupo con el que pasaría todo el fin de semana.

La costa de Vizcaya está formada por un total de doce pueblitos que rezuman un encanto sin límites. Desgraciadamente no nos iba a ser posible conocerlos todos en el tiempo del que disponíamos, pero sí los suficientes como para hacernos una idea de los atractivos de la zona.

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El primer atardecer

El monte Serantes nos esperaba poco antes del atardecer para regalarnos una de las vistas más completas y bonitas de la ría de Bilbao. A nuestros pies el puerto de la ciudad, justo en la desembocadura al Cantábrico, y los pueblos de Santurtzi y Portugalete. Getxo se adivinaba algo más lejos, como lo hacía la propia Bilbao, de la que podíamos diferenciar incluso algunos de sus edificios.

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Para subir a lo más alto del Serantes es necesario hacerlo a pie, aunque obteniendo un permiso especial es posible hacerlo en coche. Mientras charlábamos y hacíamos alguna que otra foto el sol fue desapareciendo para dar paso a un festival de lucecitas que, poco a poco, aparecieron por todas partes.

El primer día acabó por todo lo alto: con una cena espectacular a base de pescado fresquísimo en el restaurante Gloria de Zierbena. Pero ya os hablaré del tema gastronómico con más tranquilidad, que sabéis que me gusta dedicarle el tiempo que se merece.

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A 50 metros sobre la Ría de Bilbao

Y sí, ya era el momento. Me había quedado boquiabierta observándolo nada más llegar, había sido lo último que había visto antes de acostarme y lo primero al asomarme a la ventana de mi habitación por la mañana… Había disfrutado de él desde diferentes perspectivas. Ahora, tocaba subir.

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El oficialmente llamado Puente de Vizcaya –aunque se le conoce de múltiples formas diferentes- mide en total 61 metros de altura y fue el primer puente-transbordador construido en España. Moderno para su época, finales del siglo XIX, su puesta en marcha supuso toda una revolución. La intención de su construcción fue la de unir las dos riberas de la ría de Bilbao, una perteneciente a Portugalete y la otra, a Getxo. Para cruzar en él, ya sea a pie o en coche, es necesario pagar un peaje gracias al cual en tan solo un minuto se estará en el lado opuesto de la ría.

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Como ya he dicho, aquella mañana tocaba conocerlo desde una perspectiva diferente: las alturas. Tras subir en uno de sus ascensores llegamos a la parte más alta. Entre vértigo y entusiasmo me fui contagiando del nerviosismo general. Y todo tenía, como siempre, un por qué: tres de mis compañeros se habían animado a hacer goming, una de las actividades más adrenalíticas del mundo, os lo puedo asegurar. He de reconocerlo: no tuve lo que hay que tener para tirarme de cabeza al vacío agarrada por una goma elástica desde esa altura… se me aceleraba el corazón con solo pensarlo. Así que fui espectadora, eso sí. Y, aún así, disfruté muchísimo.

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De Santurtzi a Bilbao…

Entre Portugalete y Santurtzi no existe frontera o límite visible: de repente se pasa de un pueblo a otro sin ser siquiera consciente de ello. Haciendo el recorrido a pie no paramos de encontrarnos con pacientes pescadores tratando de hacerse con la cena de esa noche. Un poco más adelante, en el puerto, decenas de barquitos de todos los tamaños y colores imaginables nos dieron la bienvenida al pueblo sardinero por excelencia.

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Allí mismo, frente al mar, se levanta el Centro de Interpretación de Santurtzi o Santurtzi Isasoa Museoa. Más tarde lo visitaríamos, una vez con el estómago bien lleno tras pasar por el restaurante Kai-Alde, eso sí. En el museo realizamos un recorrido de lo más divertido y didáctico por la historia marítima de este rinconcito de España. También descubrimos cómo era la vida de las sardineras y de qué manera funcionaba el puerto hasta hace unos años. No fue difícil imaginar las escenas que se vivían habitualmente en la habitación de la subasta de pescado.

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Atardeceres y surferos

Sopela es otra de las pequeñas poblaciones que forman parte de la costa vasca de Vizcaya. Hasta su playa, uno de los rincones con mayor encanto de la localidad, llegamos justo cuando los surferos apuraban sus últimas olas y el sol se despedía hasta el día siguiente. El espectacular atardecer junto al mar fue una auténtica maravilla: de los mejores momentos del viaje. En el restaurante El Peñón de Sopelana, en la misma playa, aprovechamos para tomar unos exquisitos pintxos antes de unirnos a los conciertos del Sopela Kosta Fest: un evento que cada año y durante casi toda una semana aúna naturaleza, surf y música.

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Recorriendo la costa de Gorliz de una manera diferente

Y el domingo se preparó para decirnos adiós con una de las actividades más animadas que he realizado en mi vida. No tenía muy claro de qué se trataba aquello del coastering, pero enseguida las dudas se disiparon: embutidos en neopreno y ataviados con cascos y guantes, durante aquella mañana saltamos, nadamos, escalamos, caminamos y, sobre todo, nos divertimos mientras bordeábamos los acantilados de Gorliz, otro de los bellos pueblos de la costa vasca. Incluso hubo tiempo para practicar Big SUP, otra actividad grupal muy entretenida.

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Una amplia mesa nos esperaba en el restaurante Kaian de Plentzia. Allí saciaríamos el apetito que había aparecido con fuerzas tras tanto ejercicio. No estaba nada mal, íbamos a acabar nuestros días de ruta de la mejor manera: disfrutando, una vez más, de la maravillosa gastronomía vasca. Un broche de oro inigualable para esta experiencia única.

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Y una vez con el estómago lleno llegó la hora de despedirse. El avión volvió a subir, volvió a verse flanqueado por altas montañas, volvió a descubrir verdes paisajes desde las alturas y volvió a perderse entre las nubes. Yo regresaba a casa, sí, pero pedacitos de mí se quedaban en aquellos pueblecitos de la costa vasca. En cada uno de esos rincones increíbles que había descubierto en estos últimos días.

Y, sin embargo, no me importaba: era la excusa perfecta para volver algún día a por ellos.

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