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Los intensos olores son una constante mientras me adentro por las estrechas callejuelas de este barrio de Bangkok. Los puestos de comida ambulante se suceden continuamente. Algunos ofrecen alimentos que reconozco: sopas, fideos o currys. Otros, sin embargo y por más esfuerzo que hago, no me suenan de nada.

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Me doy cuenta de que los rasgos de las personas con las que me cruzo han variado levemente. No sé hablar tailandés, pero también el idioma que ahora escucho me suena diferente al que he oído hasta ahora. Me encuentro en Yaowarat, como se conoce al barrio chino de Bangkok, y aquí la esencia y las tradiciones son otras que nada tienen que ver con las del país en el que me encuentro.

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El barrio chino de Bangkok lleva en pie desde el año 1782. Por aquella época muchos de los ciudadanos de origen chino que residían en la ciudad fueron contratados para levantar la que se estaba convirtiendo en la nueva capital del país –muchos de ellos participaron en la construcción del Palacio Real-. Hasta entonces habían vivido, sobre todo, en una zona de la ciudad conocida como Ko Ratanakosin, pero por imperativo real fueron trasladados hasta Yaowarat y alrededores, que acabó convirtiéndose en una de las zonas más antiguas de la capital tailandesa. Hoy día la mayoría de la población china que vive en Bangkok se concentra en estas calles. Aquí hacen su día a día, salen a la compra y a relacionarse. Aquí se sienten como en casa.

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Mientras sigo avanzando por el entramado de callejuelas aprovecho para pararme en puestos en los que se vende casi de todo. Frutas por un lado, verduras por otro, pescados, pollos… huevos de colores fluorescentes. Tailandia (¿o es China?) no para de sorprenderme. La mayoría de las personas que regentan estos tenderetes son mujeres, que no dudan en esbozar la mejor de sus sonrisas cuando las saludo. La imagen de Bhumibol Adulyadej, rey de Tailandia, es una constante en todos los rincones. 

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Miro hacia un lado y veo cómo, en la oscuridad de la parte trasera de un comercio, un hombre se afana en vaciar unos contenedores vertiendo todo el líquido de su interior en el suelo. Lo que parece agua marrón, aparentemente sucia, se desliza por las baldosas muy lentamente hasta llegar a un pequeño desagüe. Junto a él, cajas con comida se amontonan antes de ser llevadas a cualquier tienda o puesto de alimentos. Mientras camino intento no perder ni un detalle de lo que sucede ante mí, pero a la vez tengo que ir sorteando charcos y restos de todo tipo que hay esparcidos por el suelo.

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Continúo con mi paseo. La mayor parte de estas pequeñas calles están a la sombra: las que no están techadas son tan estrechas que el sol apenas consigue abrirse paso. Sin embargo, de vez en cuando, desembocan en una zona abierta desde la que puedo situar un poco más dónde me encuentro. En una de estas ocasiones descubro un edificio alto en el que la maraña de cables que se sostienen de una parte a otra me llama la atención. La ropa tendida cuelga de los balcones y algunas plantas sobresalen abalanzándose al vacío. Un pequeño caos ordenado.

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Doblo una esquina y comienzo a caminar por lo que a simple vista es una zona diferente. Sin embargo, tardo poco en darme cuenta de que aún estoy dentro del barrio chino. Lo sé por la enorme cantidad de carteles y neones escritos con caracteres en este idioma. Se trata de la verdadera calle Yaowarat, una ancha avenida en la que al tráfico de personas de un lado para otro se le suma el de los coches, tuc tucs y taxis multicolores tan típicos de Bangkok.

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De repente, en uno de los comercios, me parece ver una especie de casa de muñecas de cartón dentro de una caja. Me paro para ver bien de qué se trata. Junto a ella, apilados unos sobre otros, se amontonan paquetes que contienen camisas y relojes también de papel. Probablemente sean algunas de las cosas más curiosas que he encontrado en los diferentes mercados del mundo que he visitado. Pero enseguida entiendo de qué se trata.

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La religión predominante en China es la budista. Los budistas, que creen en la reencarnación, están convencidos de que cuando alguien fallece hay que dotarlo, en su entierro, de réplicas de todos aquellos bienes materiales necesarios en la vida real para vivir cómodamente. De esta manera, en el más allá, gozarán de las mismas condiciones. Y eso pasa, por supuesto, por tener una casa, un coche, camisas de marca (parece que tienen predilección por aquella representada por un cocodrilo), móviles de última generación y relojes de oro. Incluso carteras y tarjetas de crédito, que siempre vienen bien para un pago inesperado se esté donde se esté.

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Yaowarat. Qué barrio tan curioso. Si tuviera que definirlo en una palabra, creo que esa sería la correcta. Aunque quizás también valdría “diferente”. Incluso divertido… Cuando vengo a darme cuenta he llegado hasta el Chao Phraya, el río que divide a Bangkok en dos, así que decido continuar mi camino: es el momento de descubrir un nuevo lugar en esta inmensa e impresionante ciudad. Atrás dejo un barrio que es un país. O un país del tamaño de un barrio. Qué más da. Bangkok es mucha Bangkok, y tiene derecho a ser lo que quiera.