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El olor a incienso me embriaga mientras me adentro en las callejuelas del casco antiguo de Jerusalén. Varios hebreos, ataviados con sus shtreimels –sombreros de piel- y listos para celebrar el sabbath, me adelantan aprisa en una esquina. Uno de ellos lleva a un niño de la mano, casi en volandas, que no puede seguir el ritmo impuesto por su padre. Justo cuando pasa a mi lado gira la cabeza y me mira con semblante serio.

La llamada a la oración musulmana me sorprende y logra sacarme del ensimismamiento en el que llevo inmersa un buen rato. Parece que estoy viendo una película proyectada ante mí, a mi alrededor. Y, sin embargo, no soy consciente de que formo parte de la misma.

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Y es que los turistas también somos una pieza fundamental en todo lo que conforma Jerusalén, el núcleo de la Tierra Prometida. Con cámaras de fotos al cuello nos permitimos descubrir la ciudad más alucinante que hay sobre la Tierra con las mismas ansias que un niño abriría un regalo por Navidades. Con la misma delicadeza que se tocaría una joya preciosa. Con el mismo respeto que le tendríamos a esos sabios mayores que imponen por todo lo vivido.

De repente un grupo liderado por un guía, bandera japonesa en mano, debe apartarse para dejar espacio a un Vía Crucis que se acerca. Sus oraciones, leídas en latín, se oyen cada vez más alto. Cada uno de los integrantes sostiene en sus manos un pequeño libreto al que desvían la mirada disimuladamente cada pocos segundos. Se dirigen hacia la Vía Dolorosa, una de las calles que Jesucristo recorrió con la cruz a cuestas antes de ser crucificado.

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Un señor mayor con una pañuelo palestino en la cabeza camina en mi dirección y me sonríe. Me da un pequeño librito, esta vez escrito en árabe. Me dice que me lo quede. Es una copia del Corán, que regala a cuantos turistas se le antoja. En la bolsa que lleva colgando del hombro veo asomar otras tantas que seguirá repartiendo.

Un poco más adelante dos monjes franciscanos vestidos con una sobria túnica marrón que casi arrastra en el suelo conversan en un idioma que no reconozco. Les sigo con la mirada hasta perderlos después de atravesar el pórtico de entrada a una iglesia. Probablemente sea una de las muchas que destaca mi guía. Algo importante sucedería en ella en el pasado. O quizás lo que destaque de ella sea que guarda en su interior las reliquias de algún personaje bíblico. Jerusalén es una sucesión de lugares y nombres y estampas de hechos históricos que trato de grabar en mi mente. La religión nunca fue mi fuerte. De hecho, muy pronto dejé de escoger esta asignatura como opción en el colegio. Ahora echo de menos controlar mejor la historia de todo lo que me rodea.

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Recorrer la parte antigua de Jerusalén hace sentir que retrocedes en el tiempo varios siglos. Y algo más: te hace sentir confundido. Porque valoras, admiras y entiendes cada una de las religiones que se profesan en tan pocos kilómetros cuadrados. Sin embargo, también sientes y sufres los malentendidos y disputas entre unas y otras. Porque sí, conviven en paz. Pero eso es en este lugar concreto, donde hay cámaras y controles de seguridad y militares de 17 años con ametralladoras colgando a su espalda. Sí, hay detectores de metales ya sea para entrar en el recinto del Muro de las Lamentaciones o en el de la Cúpula de la Roca. Todo parece estar bajo control. Pero la enemistad, el rencor y los resentimientos, en algunos casos, no se ven pero se palpan. No están en el interior de las balas o bombas, están en la mirada de la gente.

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Tras pasar el control que me deja acceder al Muro de las Lamentaciones, me siento en un rincón de la plaza. Se me hace difícil asimilar que me encuentro aquí, en un lugar que tantas veces he imaginado en mi cabeza. Se trata de lo único que queda del Templo de Jerusalén, el primer templo del judaísmo, y por ello es el lugar más sagrado que existe para los hebreos. Desde mi rincón observo el ir y venir de los fieles en un día que parece ser señalado. Muchos de los hombres van vestidos de blanco. También los niños. Intuyo que están realizando una especie de ceremonia de iniciación para los más jóvenes. Las mujeres, respetuosas y en silencio, siguen el ritual desde su lado del muro. Subidas en sillas, de puntillas, no se pierden ni un detalle de lo que acontece al otro lado.

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Vuelvo a hacer cola para acceder, esta vez, al recinto de la Cúpula de la Roca. Esta zona está bajo control de los palestinos, por lo tanto, es musulmana. Se trata del lugar más importante para ellos: desde allí Mahoma ascendió a los cielos. También es importante para los hebreos: para el judaísmo esta fue la primera piedra desde la que se construyó el resto del mundo. También se cree que fue el lugar donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Por todo esto, el pastel queda repartido entre todas las partes. Los judíos rezan al tiempo que balancean sus cabezas contra la muralla del templo santo mientras que los musulmanes llevan a cabo sus oraciones al otro lado. Las historias, versionadas según cada una de las religiones, confluyen en un punto común donde la energía se siente distinta. El ambiente es diferente. Uno se siente especial cuando se encuentra en este lugar.

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Mientras observo la cúpula dorada del templo, empiezo a escuchar gritos que por un momento me asustan. Miro a mi alrededor y descubro, a unos metros de distancia, a un padre judío con sus dos hijos pequeños visitando el lugar. Los musulmanes no lo reciben bien y lanzan gritos de “Alá es grande” a su paso. Un cartel lo dice muy claro en el exterior: la Torá prohibe absolutamente la entrada a los judíos al Monte del Templo. Por las continuas rencillas entre ambas religiones, se puede llegar a entender que no apetezca abrir las puertas al, entre comillas, “enemigo”. Mientras observo lo primero que siento es pena. El corazón se me encoge al ver a esos dos pequeños de la mano de su padre oyendo gritos que podrían sonar amenazadores a su alrededor. El padre, que hace caso omiso y pretende hacer como que la cosa no va con él, continúa su visita escoltado por soldados. El hecho en sí me hace preguntarme varias cosas. ¿Qué estará revindicando el hombre con este hecho? ¿Querrá dejar claro que él no siente diferencias entre religiones y que es lícito que visite, como un turista más, este lugar sagrado? ¿O por el contrario estará llevando a cabo un acto de desafío hacia los musulmanes? ¿Qué necesidad tienen esos niños, que aún no entienden nada ni comprenden qué está ocurriendo, de pasar por aquello? ¿Podrá generar eso un odio en su interior que les influya en sus relaciones con aquellos que profesan otra religión? Mil preguntas me carcomen mientras la escena, bochornosa por cierto, se aleja de mí.

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Llega la hora de la oración y los guardias piden a los turistas que andamos por allí que salgamos del complejo: la Cúpula de la Roca no es una mezquita, pero llega un momento demasiado íntimo como para compartirlo con nosotros. Salgo de la enorme plaza por un arco que me lleva hasta otra de las callejuelas del centro de Jerusalén. Paro a tomar un plato humus en un puesto callejero. No me canso de disfrutar de la gastronomía más tradicional de este rincón del mundo. Un joven se abre hueco entre la multitud cargado con una enorme tabla en la cabeza repleta de panes árabes. Me encanta esa estampa. La escena se me queda grabada mientras apuro lo último que queda de mi plato.

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Es entonces cuando Mohamed se acerca hasta mí. Tiene 11 años y ya se encarga del negocio familiar. Un negocio de recuerdos y souvenirs en pleno centro de Jerusalén. Junto a él, otros tantos negocios similares se repiten una y otra vez hasta el infinito. Frente a él, la misma escena. Pero Mohammed sonríe y bromea en inglés, y eso me llama la atención. No veo a ningún otro niño tan joven alrededor. Quiere que me lleve un collar de recuerdo. Junto al que me muestra veo un colgante con el símbolo de la estrella de David. En el suelo, a la entrada, se almacenan amontonadas cajas con coronas de espinas en su interior. Una vez más todo se une: musulmanes, judíos, cristianos… qué mas da. Las tres religiones imperantes en el mundo se dan la mano en este negocio de recuerdos. Esa unión de elementos antagónicos vuelve a repetirse, porque, al fin y al cabo, todos son uno mismo.

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Es imposible no caminar por las calles de Jerusalén sin sentirse un poco aturdido. Se entiende todo y no se comprende nada. La emoción de encontrarte en un lugar tan importante para la historia de la humanidad está presente. También la incertidumbre sobre qué acabará ocurriendo en esta Tierra Prometida. Pero Jerusalén es increíble. No hay palabras que definan con justicia un lugar tan especial. La magia se siente. La energía de este rincón del mundo es absolutamente distinta a la del resto del planeta. Se respira, se pisa, se vive.

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Desde el monte de los Olivos Jerusalén se ve señorial. La Cúpula de la Roca destaca en medio, presidiendo la historia escondida en cada una de esas piedras que componen la Ciudad Santa. Cuántos momentos históricos ocurridos aquí mismo. Cuánto misterio. Cuánta verdad y cuántas dudas. Cómo saber qué creer.

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Es imposible que Jerusalén deje indiferente a nadie. Porque aquí se escribió gran parte de la historia que, aún hoy día, gobierna el mundo.

Jerusalén es un lugar de confluencias. De reflexiones. Jerusalén es una ciudad que despierta sentimientos. Aunque, la mayoría de las veces, estos sean encontrados.