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Hace un par de meses me di cuenta de que justo este año es el décimo aniversario de un viaje que siempre recordaré como muy especial. Todo comenzó cuando faltaban unos meses para el verano de 2006. Yo tenía por aquel entonces 23 años. Una mañana abrí el correo electrónico y me encontré con un mail de mi amiga Nuria, a la que había conocido justo un año antes en Japón. En él me comentaba que se marchaba de vacaciones a Canadá.

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Resultaba que su compañera de piso, Inma, andaba en Montreal trabajando como residente en un hospital y un grupo de amigas había comentado hacerle una visita aprovechando que llegaba el verano. Nuria había decidido apuntarse, y ahora aprovechaba mi inquietud viajera para convencerme de que yo también lo hiciera. No recuerdo si hizo falta que insistiera mucho, aunque lo dudo bastante, pero la cuestión es que poco después ya tenía cerrados los billetes de avión. Un par de meses más tarde y tras intercambiar algunas decenas de correos con las chicas del grupo, volaba junto a Nuria hacia Canadá. Por delante 20 días en los que nos habíamos propuesto un itinerario un tanto pretencioso: hacer un road trip recorriendo las principales ciudades del país, tanto de la costa este como de la oeste, y alguna que otra escapada más. Yo, que del grupo de 11 chicas solo conocía a Nuria, me limité a adaptarme a todo lo propuesto. Poco tenía que decir habiéndome apuntado a última hora a aquel viaje. Y, por la pinta que tenía, poco podía salir mal. Y de esta forma el 19 de agosto de 2006 aterrizaba en la ciudad de Montreal.

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Antes de conocer el país tocó conocer a las chicas. El grupo resultó ser de lo más variopinto: una médico, una fotógrafa, una ingeniera, enfermera, ATS, periodista… ¿qué saldría de aquella intensa convivencia a lo largo y ancho de Canadá tras 20 días? Nadie podía saberlo, pero todas estábamos de acuerdo en algo: íbamos a disfrutar de la experiencia al 100%.

Hoy, 10 años después, la morriña se ha apoderado de mí y me he animado a echar memoria, a recordar aquellos momentos vividos, kilómetros recorridos y risas echadas. Así que aquí va mi oferta: os propongo recorrer Canadá conmigo en este post, parada a parada, sin prisa pero sin pausa, aprovechando al máximo el tiempo. Comienza un road trip muy especial… ¿tenéis abrochados los cinturones?

Montreal, la mejor bienvenida

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La ciudad más importante de la provincia de Quebec –y la luna llena más grande que recuerdo haber visto jamás- fueron las encargadas de abrirnos la puerta de entrada al país de los contrastes. Pasamos nuestros tres primeros días en ella recorriendo sus calles y familiarizándonos entre nosotras. ¿El alojamiento? La casa de un amigo de Inma, la anfitriona, que nos cedió sus sofás, camas y suelo a las 11, que terminamos desperdigadas por cada rincón del que casi convertimos en nuestro hogar. –Por cierto, quien a priori piense que un solo baño para 12 personas es poco, debería de estudiar la buena organización que tuvimos…-.

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Según nos contaban, en invierno Montreal puede llegar a ser un infierno para aquellos que no aguanten bien las bajas temperaturas. Pero era agosto, verano en toda su plenitud, y el calor nos acompañaba a cada paso que dábamos por cada uno de sus iconos más turísticos. Con los sentidos receptivos al máximo, recorrimos las calles de “Vieux Montreal” o casco antiguo, visitamos las Basílica de Nôtre Dame, subimos las escaleras que nos condujeron hasta el oratorio de St. Joseph, disfrutamos de las vistas de toda la ciudad desde uno de sus miradores, nos perdimos por los pasillos repletos de tiendas de la ciudad subterránea de Montreal, alcanzamos la Villa Olímpica –en la que se celebraron las Olimpiadas de 1976-, visitamos el Jardín Botánico y descubrimos el barrio judío. Por supuesto también hubo tiempo para cenas, risas, charlas y salir a bailar. Y para una última cosa…

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Llegar al barrio chino, que en nuestra historia fue fundamental para dar el siguiente paso de nuestro viaje. Y, en este caso, íbamos a hacer un lapsus en nuestro recorrido canadiense para saltar al país vecino. Inma descubrió una oferta que no podíamos rechazar: una empresa china ofrecía escapadas de tres días con alojamiento y transporte a Nueva York por solo 70 euros por persona… ¿Adivináis cuál fue nuestro siguiente destino?

Nueva York, aventuras en torno a la Gran Manzana

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Y de esta manera llegué por primera vez a Nueva York: en un autobús repleto de ciudadanos chinos en el que nos acoplamos las 11 viajeras. Tras un buen madrugón, algunas horas de carretera -cruce de frontera incluido-, y las ansias de quien visita por primera vez la Gran Manzana, llegamos a Manhattan. Durante dos noches dormiríamos en el típico motel de carretera a las afueras, en New Jersey, pero nuestras miras estaban puestas en esa ciudad de inmensos rascacielos. Tuvimos que firmar un documento con el guía del grupo chino para asumir nuestra responsabilidad y dejar por escrito que nosotras visitaríamos la ciudad por nuestra cuenta y regresaríamos a Canadá también a nuestro aire. Una vez listo este pequeño detalle, llegó la hora de caminar, caminar y caminar…

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Las 11 avanzábamos con los ojos como platos: las luces de neón atrapaban nuestra atención, nos quedábamos hipnotizadas con los taxis amarillos, esos que en tantas películas habíamos visto. Hicimos una cola interminable para subir a lo más alto del Empire State y admirar la ciudad que nunca duerme a nuestros pies. Alquilamos una limusina que nos dio un paseo de 20 minutos hasta Time Square, dormimos la siesta en Central Park y saboreamos los “exquisitos” perritos calientes de los puestos callejeros. Recorrimos las salas del MOMA, cruzamos en el ferry gratuito a Staten Island para admirar a lo lejos la Estatua de la Libertad, anduvimos por el puente de Brooklyn, hicimos mil fotos en Times Square y disfrutamos paseando por Little Italy y Chinatown. Tres días aprovechados al máximo antes de acudir a la estación central y comprar unos billetes de autobús nocturno hasta Toronto. Cuando abandonamos Nueva York, en la ciudad llovía a cántaros.

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Toronto, visto y no visto

Amanecimos en Toronto habiendo dormido lo posible en el autobús y tras haber cruzado nuevamente la frontera entre los dos países, en esta ocasión por nuestra cuenta. Solo contábamos con un día en la ciudad: esa misma noche volaríamos hasta la costa oeste del país. Pero éramos jóvenes y teníamos energías de sobra, así que, ¿qué importaba?

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Dejamos nuestras mochilas en consigna en la estación de autobuses y pusimos rumbo al centro de la ciudad. Paseos por allí, alguna que otra compra por allá, subida a la CN Tower, descanso en la plaza junto al nuevo ayuntamiento… Cuando nos vinimos a dar cuenta, era hora de dirigirse hacia el aeropuerto. Un mundo nuevo nos esperaba a seis horas de avión.

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Vancouver, la ciudad en la que todo el mundo querría vivir

Sabíamos que Vancouver era considerada una de las ciudades del mundo con más calidad de vida y queríamos comprobarlo. Aterrizamos en su aeropuerto por la noche y nos dirigimos hacia el hostel que habíamos reservado esa misma mañana. Durante todo nuestro viaje tuvimos que dormir en pequeños grupos. Era prácticamente imposible encontrar una habitación para las 11, pero eso no era problema. A veces compartíamos cuarto con otras chicas en una habitación femenina. Otras, en habitaciones mixtas. En Vancouver acabamos repartidas por medio hostel, pero nos daba igual.

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En este lado del continente añadimos una novedad a nuestro viaje: los coches. Para poder movernos a nuestro antojo teníamos dos de ellos ya alquilados esperándonos en el mismo aeropuerto. Sin embargo, en nuestro primer día en Vancouver decidimos olvidarnos de ellos y cambiarlos por bicis: con ellas pasaríamos el día recorriendo Stanley Park, uno de los parques más grandes e importantes de la ciudad. Pic nic, históricos tótems, playa… Parecía que estábamos en el lugar ideal para disfrutar de la vida sin prisas, relajadas.

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Paseamos por Water Street, una de las calles más encantadoras de la ciudad, para encontrarnos de frente con el primer reloj de vapor del mundo. Comimos sushi, exploramos los alrededores de la ciudad y cruzamos puentes colgantes. Vancouver nos atrapó y se convirtió en una de las mejores paradas del viaje. Sin duda alguna.

Whistler: naturaleza, deporte y osos

120 kilómetros al norte de Vancouver se encuentra Whistler, la estación alpina más grande de toda Norteamérica. Hasta allá que nos fuimos en nuestros coches de excursión para conocer una parte del país más real de la que controlábamos hasta entonces: aquella que se encuentra pintada de verde, con paisajes inolvidables y rincones naturales espectaculares.

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Aunque Whistler es estación de esquí en invierno, en verano se convierte en un enclave amado por aquellos que practican deportes de montaña como mountain bike. Nosotras, que al menos en aquella ocasión no estábamos por la labor, nos limitamos a disfrutar del enclave subiendo en los teleféricos hasta la zona accesible más alta. Las vistas nos dejaron sin palabras, así como el oso -¡un oso!- que tuvimos la oportunidad de ver desde la cabina en nuestro camino de vuelta al pueblo. Con aquel subidón de adrenalina regresamos a Vancouver con ganas suficientes para celebrarlo con algunas cervecillas.

Isla Vancouver, la joya del viaje

Sin alojamiento alguno en la isla, y aunque nos advirtieron de que era complicado encontrarlo ya que al ser verano estaba repleta de surferos, nos montamos en nuestros coches y cruzamos en ferry a Isla Vancouver, una parada en nuestro viaje con la que todas estábamos entusiasmadas. En una guía de alojamientos encontramos unas cabañas junto a un lago de las que nos antojamos. Al llamar, el matrimonio que regentaba aquel negocio nos dijo que solo había sitio para 9 de nosotras. Sin embargo y a pesar de todo, decidimos plantarnos allí e intentar convencerlos de que nos dejaran dormir en el suelo. Intuíamos que la insistencia, en caso de lograrlo, iba a merecer la pena. Solo tuvimos que enfilar el camino hacia las cabañas para darnos cuenta de que habíamos hecho bien.

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No nos hizo falta ser muy pesadas para conseguir nuestro propósito, así que los siguientes tres días fueron de los más especiales del viaje: repartidas por tres cabañas de madera disfrutamos del contacto con la naturaleza, de las playas del Pacífico que nos rodeaban, del lago junto al que dormíamos, de barbacoas nocturnas y, lo mejor de todo, de baños en un jacuzzi al aire libre en plena noche mientras contábamos con la única luz de las estrellas. Jamás olvidaré aquellos días.

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Toronto y un salto a las Cataratas Niágara

De Isla Vancouver directos al aeropuerto. Volamos de noche y aterrizamos en Toronto a primera hora de la mañana. Otros dos coches de alquiler nos esperan. Una vez más tiramos de la energías propias de nuestra juventud y, sin descansar, viajamos un poco más al sur para visitar otro de los puntos más esperados del viaje: las increíbles Cataratas de Niágara.

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Nos centramos en dirigir nuestra mirada a las cataratas e intentar evitar que nos espante más de lo que lo ha hecho desde un inicio el circo que existe montado en los alrededores. Aquello parece un parque temático: negocios variopintos, restaurantes de todo tipo y carteles con grandes letras de colorines acaban, en gran parte, con lo encantador que podría llegar a ser el lugar. Así que para animarnos –y después de echarnos una siesta en un parque- nos montamos en un barco ataviadas con los chubasqueros amarillos de plástico que nos dan con la entrada y nos ponemos chorreando mientras recorremos los bajos de las cataratas.

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Nos vamos de allí encantadas con lo que ha sido un auténtico espectáculo, pero algo decepcionadas con cómo lo tienen montado. Qué le vamos a hacer, ¡todo no podía ser perfecto!

Ottawa, el lujo de dormir en la cárcel

Y de Niágara a Ottawa, la capital del país. Una ciudad encantadora que nos enamora desde el primer paseo. Decidimos dormir en un hostel muy peculiar: una antigua prisión del siglo XIX reconvertida en alojamiento para mochileros en el que las habitaciones son las antiguas celdas y las puertas, con sus correspondientes barrotes, te hacen sentir verdaderamente en la cárcel.

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Las calles más céntricas de Ottawa, peatonales, están repletas de tiendas de todo tipo. Aprovechamos para ir haciéndonos con algunos recuerdos del viaje. Me declaro fan absoluta del sirope de arce y hago acopio de algunos tarros que llevarme de vuelta a España. Admiramos el bonito canal Rideau, que se deja ver continuamente en cada cruce de calles. Recorremos Sparks y Elgin, asistimos al espectáculo de luces que se proyecta de noche sobre la fachada del Parlamento, un edificio que nos enamora. Y hacemos fotos. Muchas , muchas, muchas fotos.

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Quebec, la dama de Canadá

El viaje va llegando a su fin, pero no nos cansamos. Una vez más nos montamos en nuestros coches y pasamos del Canadá anglófono al francófono –me fascina esa dualidad de idiomas en un mismo país-: Quebec nos espera. Establecemos el campamento base en una enorme residencia de estudiantes que en esta época del año está absolutamente vacía –pero que nos cuesta muy barata- y nos vamos a descubrir la ciudad con tranquilidad.

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De Quebec quedo cautivada a primera vista. Al recorrer su casco antiguo parece que estamos en alguna ciudad de Centroeuropa. Sus estrechas calles adoquinadas repletas de pintores me recuerdan a la Montmartre parisina. La arquitectura es similar a la de Francia o Bélgica, como el castillo Frontenac, un hotel de lujo que corona la ciudad y la domina en las alturas. El río San Lorenzo, que se desparrama a sus pies, es la gota del vaso que me hace comprender el por qué esta ciudad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

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Y siguiendo el río San Lorenzo hasta su confluencia con el Saguenay, nuestro último día en la ciudad de Quebec ponemos rumbo a Tadoussac para cumplir un sueño común: poder ver las ballenas. Este pequeño pueblo es la base desde la que salen continuamente pequeñas lanchas con las que lanzarse al mar, tras un recorrido entre acantilados que deja sin palabras, para “cazar” –en el buen sentido- a estos enormes mamíferos marítimos que durante los meses de verano nadan a sus anchas por la zona.

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El espectáculo, si se tiene suerte –y nosotras la tuvimos- es digno de ver. Ballenas belugas, rorcuales aliblancos y ballenas azules salen a la superficie dejando ver sus lomos y, en alguna que otra ocasión, sacando su cola como si estuvieran entrenadas para lucirse ante los que hasta allí llegamos en su búsqueda. No recuerdo cuánto tiempo duró aquella excursión, solo sé que las 11 llegamos y nos fuimos con la boca abierta y emocionadísimas por lo vivido. Eso sí, no pude traerme apenas recuerdos en forma de fotos: se me llenó la memoria de la tarjeta de la cámara justo cuando las ballenas empezaron a saltar y no logré captar esas colas fuera del agua. Cosas de novata fotógrafa…

Montreal, un círculo que se cierra

Y, esta vez sí, el viaje se acababa. Montreal nos dio la bienvenida y nos despidió. Con una estupenda cena en casa y una última salida nocturna, pusimos punto y final a un viaje muy especial.

11 chicas, un país inmenso por descubrir y mucha, mucha ilusión por viajar. Los ingredientes perfectos para una aventura inolvidable.

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