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Corre el año 2009. Aturdida aún por el jet lag, y después de un largo viaje que me ha llevado desde primera hora de la mañana española a sobrevolar el Atlántico hasta alcanzar el estado de Illinois, pongo los pies por primera vez en las calles de Chicago.

Entre rascacielos infinitos, anchas avenidas y ese ambiente tan norteamericano que te contagia con solo respirarlo, paso mis primeras horas en una ciudad que me fascina desde mucho tiempo atrás. Comienzo a recorrerla con paciencia. Parándome en cada detalle. Sintiendo, a cada paso, como si un grupo de viejos músicos de blues tocara una pieza en mi cabeza poniendo así la banda sonora perfecta a mi primer contacto con la ciudad.

Chicago se encuentra en el noreste de Estados Unidos y está bañada en gran parte por el lago Michigan. Y digo lago, por ser fiel a la nomenclatura geográfica, porque la sensación cuando echas un vistazo hacia él, es la de tener un auténtico mar ante ti. La gran extensión que ocupa, con muchos de sus grandes reclamos turísticos separados en la distancia e inmensas avenidas que conectan toda la ciudad, la convierte -como a la mayoría de las principales urbes norteamericanas- en una ciudad perfecta para recorrer con un coche de alquiler –cuyos precios, por cierto, suelen ser bastante bajos en Estados Unidos-.

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 Pero para tener una mejor idea de a qué me refiero, no hay nada como subir hasta el mirador de la Willis Tower, uno de los rascacielos de mayor altura en la ciudad –y el segundo más alto de Estados Unidos-. Desde él uno casi se siente el rey del mundo. Allí me planto dispuesta a dejarme embaucar por la inmensidad de esta ciudad que tantas y tantas veces he visto reflejada en películas, series e incluso libros. 

Desde arriba diviso cada rincón de Chicago y sus calles me llegan a parecer, por momentos, diminutas. Claro que, encontrándome a 413 metros de altura, no es para menos. Aunque, en algunos momentos, se hace imposible contemplar nada por las nubes, que envuelven por completo el Skydeck -el mirador de la mítica torre que fue desde el 73, y durante nada menos que 20 años, el edificio más alto del mundo-, no me importa: se trata de parte de la magia de este lugar.

Allí me quedo mientras el sol se acerca cada vez más al horizonte. Los colores en el cielo van tornando a un azul cada vez más oscuro y, definitivamente, la ciudad se enciende bajo mis pies. El atardecer desde este rinconcito en el cielo de Chicago es, definitivamente, uno de esos placeres que hay que permitirse durante una visita a la ciudad.

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Y de vuelta con los pies en la tierra, continúo admirando la arquitectura, uno de las grandes sorpresas que guarda Chicago y de los aspectos que más me atrapan. Cerca de la zona conocida como The Loop, su centro financiero y administrativo, me encuentro con el que automáticamente se convierte en mi edificio favorito: el Tribune Tower. Se trata de la sede del mítico periódico Chicago Tribune y en su fachada luce piezas de los edificios más emblemáticos del mundo: desde una piedra del Taj Mahal, a un pedacito de Angkor Wat, otro trocito de Santa Sofía e incluso parte de una de las pirámides de Giza. Alucinante.

Pero no es la única joyita arquitectónica de la ciudad. Y es que tras el incendio que asoló Chicago en 1871, muchos de sus edificios fueron destruidos, lo que supuso una reconstrucción casi absoluta en la que los arquitectos encargados de diseñar los nuevos emblemas de la ciudad no escatimaron en creatividad y originalidad. Sin poder evitarlo, mi vista se centra en la parte alta del Wrigley Building, cuya torre me suena de algo… Sí, parece que, efectivamente, está inspirada en la Giralda de Sevilla –aunque con algunos elementos renacentistas franceses incluidos-.

Mientras avanzo, el famoso “loop”, que no es ni más ni menos que un tranvía elevado que recorre desde finales del siglo XIX toda esta zona creando forma de lazo –de ahí su nombre-, avanza con su traqueteo incesante por encima de mi cabeza. No soy capaz de dejar de mirar hacia él cada vez que tengo ocasión.

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Pero continúo con el paseo, llegando así hasta los alrededores del río Chicago. Allí me topo con dos inmensas mazorcas de maíz, o mejor dicho: las torres de Marina City, cuyos bajos alberga un puerto deportivo. Cada edificio posee un detalle que lo hace especial. Cada lugar tiene su propia historia. Y mientras camino y admiro, sigo alucinando con por fin estar aquí.

Otra manera de delietarse con el skyline de Chicago es poniendo distancia de por medio. Por ejemplo, la que existe entre el centro de la ciudad y el Adler Planetarium. La perspectiva ayuda a hacerse una mejor idea de la magnitud de su city, repleta de altos rascacielos en los que la vida fluye con normalidad, aunque para mí todo sea nuevo.

10 hectáreas de jardines repletos de SORPRESAS, de esas que se escriben en mayúsculas por la impresión que suponen. Así es Millenium Park, el parque más famoso de toda la ciudad de Chicago y el que se convierte en mi rincón favorito desde el mismo momento en el que pongo un pie en él. Y, si ha alcanzado tal popularidad, es sobre todo por sus grandes reclamos artísticos.

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Empezando por la famosa Cloud Gate, obra original donde las haya, del artista indo-británico Anish Kapoor. Jugar con esta enorme judía de acero en la que todo el universo de los alrededores queda reflejado con formas inverosímiles es algo casi inevitable. Acercarse, tocarla, pasar por debajo de ella e incluso tumbarse en el suelo apoyando los pies en la estructura son solo algunas de las opciones con las que animarse. No dejo pasar ni una de ellas, por supuesto, incluyendo también la de inmortalizar en una fotografía mi reflejo en la Bean –la judía-, como la conoce cariñosamente todo el mundo.

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Un poco más allá, a solo unos pasos, es otra peculiar estructura la que llama mi atención –y la de todos los que por allí pasan, hay que decir-. En este caso se trata de la Crown Fountain, o lo que es lo mismo, la obra de interactiva de arte público que logrará mantenerte entretenido observándola durante los minutos que hagan falta sin que apenas te des cuenta. Dos torres contrapuestas en las que aparecen proyectadas constantemente caras de ciudadanos de Chicago. Llegado un momento estos abren la boca y un chorro de agua sale de ellas convirtiendo la explanada de granito entre ambas en una auténtica piscina -en la que al menos refrescarse los pies-.

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Sin embargo, si tuviera que quedarme con una única imagen de esos altos edificios, lo tendría claro. En el pabellón de conciertos Jay Pritzker, obra del arquitecto Frank Gehry y situado muy cerca de donde me encuentro, se celebran conciertos al aire libre gratuitos casi todas las noches de verano. No hay que pensárselo dos veces y hacer lo propio: llegar con bastante tiempo, colocar un mantel en el césped y desplegar un pic nic sobre él. Así, escuchando el adelanto de la próxima temporada de ópera en Chicago y con una copa de vino en mi mano, me dejo deslumbrar por los altos edificios iluminados que nos rodean y pienso que pocos momentos pueden igualar a este instante.

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Descubriendo el Chicago Blues

La música es uno de los fuertes de Chicago, eso es algo bien sabido, y solo hay animarse a ahondar en su vida nocturna para descubrir sus diferentes facetas. Llevándome por mis ganas de conocer de cerca un buen garito de blues, me dejo aconsejar y me planto en Buddy Guy Legends, club perteneciente al gran Buddy Guy, donde escuchar y ser partícipe de las actuaciones de Chicago blues –el mismo género pero con guitarras amplificadas, bajo, piano e incluso batería- más auténticas de la ciudad.

Entro y ocupo una pequeña mesa al fondo del local mientras, en el escenario, una banda se recrea en interpretar grandes clásicos intercalados con momentos de improvisación que arrancan los aplausos de todos los que estamos en la sala.

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El Chicago Theatre, un histórico teatro y sala de conciertos inaugurado en 1921, continúa ofreciendo espectáculos a diario en pleno Loop de Chicago. Su enorme letrero luminoso anuncia aquellos que tienen lugar cada día, y no lo pienso dos veces cuando descubro que Regina Spektor actúa Chicago mientras estoy en la ciudad. a pesar de solo quedar asientos en última fila, disfruto como nunca sabiendo que me encuentro en uno de los iconos artísticos de todo Illinois.

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Pero, para diversión, la que se puede disfrutar en familia en el Navy Pier, un completo centro de ocio al aire libre en el que realizar innumerables actividades. Empezando por montarse en cualquiera de las atracciones de su parque, continuando por una interesante visita a su Museo de los Niños y acabando, por qué no, por una excursión en barco por el lago Michigan para deleitarse, una vez más, con las increíbles vistas del skyline de la ciudad.

Pero llega el momento de la verdad: paso de la vida más cultural y artística de Chicago a adentrarme en su versión más deportiva. Coincide que es septiembre y la temporada de baloncesto aún no ha comenzado, así que me quedo con las ganas de asistir a un partido de los Chicago Bulls. Tengo que contentarme con retratarme, cual guiri, saltando junto a la estatua que homenajea al gran Michael Jordan frente al United Center. Sin embargo, invitada a vivir de primera mano el ambiente que se respira en la ciudad los días de partido de béisbol, me acerco hasta Wrigley Field una mañana en la que los Chicago Cubs se enfrentan a uno de sus máximos rivales.

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Olas de aficionados, vestidos con sus camisetas azules, caminan hacia el estadio durante las horas previas y los bares de los alrededores se llenan de gente tomando unas cervezas antes del partido. Pero la verdadera fiesta está en otro sitio y nosotros no dudamos en buscarla: en los edificios de los alrededores del estadio se han acondicionado las azoteas para crear nuevas gradas con vistas al campo de juego. Además de poder contemplar el partido perfectamente, si se paga la entrada se obtiene también barra libre de bebida y comida. ¿Qué mejor plan puede existir?

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Pues, quizás, el de seguir descubriendo aquellos rincones que convierten a la ciudad de Chicago en un lugar especial. Y de esta manera llego hasta la Daley Square, una enorme plaza en pleno centro de la ciudad donde parar a descansar en algunos de sus bancos y disfrutar de la cotidianeidad de la autoproclamada “Ciudad del Viento”. Junto a mí, la mítica estatua de Picasso que, a pesar de no tener ni título, concentra el interés de todos los que pasamos por allí. El arte es una de las bazas por las que apuesta Chicago desde mucho tiempo atrás, y no es raro toparse con todo tipo de monumentos mientras se camina por la ciudad.

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El punto y final al viaje viene de la mano de la Chicago gángster, esa que tuvo el poder durante la ley seca y que estuvo protagonizada por un personaje concreto. Para rememorar aquellos tiempos de mafia y crimen organizado que se alargaron entre 1919 y 1933, me voy hasta el mítico Green Mill, al que era asiduo Al Capone.

Y disfrutando de música en directo –una vez más- y sosteniendo un cóctel en mi mano, no puedo evitar dejar volar mi imaginación y recrear cómo serían aquellos años en los que, sentado de la misma silla de este bar, el mafioso más famoso de todos los tiempos pasaba las horas.

La música suena. El ambiente se hace cada vez más agradable. Y yo me despido de Chicago con un “hasta pronto”: sé que algún día regresaré a esta fascinante ciudad.

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