nini-masajista-chiang-mai-tailandia-mipaseoporelmundo

 

Nini tiene 37 años. Es tímida, aunque curiosa. Se defiende muy bien con el inglés y pregunta, pregunta sin cesar.

Nini tiene unas manos de santa. Son pequeñas pero fuertes. Trabajan con firmeza, saben qué tiene que hacer. Me fijo en lo serio de su rostro mientras masajea mis pies con una soltura como pocas veces he visto. Me cuenta que ha estado cinco meses aprendiendo el oficio. No solo da masajes de pies, también sabe todas las técnicas para un buen masaje tailandés, el más tradicional del país.

Nini se interesa por mí. De dónde soy. A qué me dedico. Cuánto tiempo llevo en Tailandia y cuánto más me quedaré… Preguntas que me veo obligada a responder sin cesar cada día de mi viaje. No son pocas las personas que me interrogan sobre lo mismo. Pero con Nini es distinto. Se interesa de verdad. Atiende a lo que dicen mis palabras. Y pregunta. Sigue preguntando.

Nini me mira fijamente. Yo tampoco me corto y aprovecho su interés para tantearla. Nini habla en voz baja. Susurra cada palabra con una dulzura hipnótica. Intenta no molestar al resto de clientes que nos rodean. Es responsable, solo tengo que ver cómo actúa para darme cuenta. Mira de reojo a sus compañeras cuando estas, menos discretas, ríen a carcajadas tras el comentario de alguna. Pero Nini es diferente.

Nini tiene una hija de cinco años. Pero viven separadas desde hace cuatro. Sus vidas transcurren en lugares diferentes y solo se ven una vez al mes. Nini me lo cuenta con una enorme sonrisa en su cara: se siente afortunada por poder disfrutar de ella “tan a menudo”.

Nini es madre soltera. Su marido se fue con otra y ahora está casado con una nueva mujer. Pero a Nini no le importa. No tiene ninguna duda de que conocerá a un nuevo hombre que sabrá hacerla feliz.

Nini es prisionera de la cárcel de mujeres de Chiang Mai. Hace ya cuatro años que fue detenida y encarcelada por un asunto de drogas y aún le queda un año de condena para poder salir. Nini trabaja ocho horas diarias dando masajes, ese es el oficio que le han enseñado en la cárcel.

Nini regresa a las cinco de la tarde al otro lado de la alta muralla. Cena, se ducha, ve una hora de televisión y se va a la cama. Una cama en una habitación compartida con otras 49 presas. Su día a día suele repetirse siempre igual. Uno tras otro.

Nini mira bien a nuestro alrededor. Me dice que su jefa, una guardia con uniforme sentada en la puerta de la habitación, no quiere que hable de este tema. Me sonríe, cómplice. Continúa contándome secretos, aún sin preguntarle. La escucho reír en bajito. Siempre en bajito.

Nini también sueña. Y lo hace con tener a su hija siempre junto a ella. Con encontrar una nueva pareja. Con dejar de dar masajes y volver a vender móviles, su antigua profesión.

Nini, a pesar de todo, me dice que es feliz. Solo un año la separa de volver a recuperar su vida. Una vida fuera de la alta muralla. Lejos del pasado. Sin jefa. Sin rejas. Sin ser esclava de una rutina.

Nini casi puede tocar con sus dedos, los mismos con los que ahora masajea mis pies, lo que más desea.

Nini, muy pronto, podrá vivir en libertad.