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A veces, cuando me paro a pensar e intento recordar el viaje que hice a India en 2008, siento como si hubieran pasado veinte años desde aquello. No entiendo por qué, pero muchos de los recuerdos los tengo borrosos, con grandes lagunas. Me pregunto si será la edad, quién sabe… O probablemente mi mala memoria. Lo que sí es cierto es que la esencia de cada uno de esos rincones que visité no la he olvidado. Y Jaisalmer la recuerdo como un lugar muy, muy especial.

Jaisalmer, o “la ciudad dorada”, como se la conoce popularmente, se levanta en medio del desierto del Thar. Lo de “ciudad dorada” tiene su sentido: la piedra arenisca de la que están construidos sus edificios procede del inmenso desierto amarillento que envuelve este precioso oasis. Es por esto que la ciudad resplandece reluciente bajo el sol.

Los tonos amarillentos del desierto invaden los de la ciudad de Jaisalmer

Los tonos amarillentos del desierto invaden la ciudad de Jaisalmer

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Ciudad legendaria y mágica donde las haya, a lo largo de los siglos ha destacado por su importancia estratégica en la ruta del comercio de especias. Por eso lo que más sobresale de Jaisalmer es el enorme fuerte que se levanta imponente sobre la ciudad y desde el que durante siglos se defendió y vigiló el enclave de posibles ataques. 99 bastiones, ni más ni menos, coronan el emblema de la ciudad.

Su arquitectura ha sabido adaptarse al clima agreste propio del desierto. Y su gente, como la mayoría de la población que habita la turística Rajastán, es amable y hospitalaria aunque casi siempre, en el fondo, esté tratando de conseguir algo del viajero.

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 La importancia de su gente

Sin embargo, una cosa más que recuerdo de Jaisalmer muy claramente y por la que, como dije al comienzo, me pareció una ciudad muy especial, es porque fue un lugar donde conversé muchísimo. Constantemente, ya fuera caminando por sus calles, entrando en alguno de sus comercios o comiendo en cualquiera de sus ricos restaurantes, conocimos a gente autóctona con la que entablábamos una conversación con la facilidad con la que se esboza una simple sonrisa. Y nos preguntaban de todo. Y nosotras, claro está, preguntábamos más todavía. Porque un país como la India sigue embobándonos con su manera de enfrentarse a la vida, su peculiar forma de organizase socialmente y con su interesante cultura. Puede parecer que exista un abismo entre ellos y nosotros. Y no hay nada que acabe con los abismos con la facilidad con la que lo hacen las palabras.

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Entre havelis y templos

Pero, además de hablar, hay muchas otras cosas que hacer en Jaisalmer. Y la mejor manera de empezara a conocer la ciudad es adentrándose en el laberinto de callejuelas que conforman su fuerte. En su interior, para el deleite de cualquier viajero, se pueden visitar hasta siete impresionantes templos jainistas -y dos hinduistas- en los que contemplar el trabajo minucioso que realizaron los artesanos durante su construcción. Varios “havelis” o palacios también se encuentran muy cerca del fuerte, en las calles más próximas. Uno de ellos es Patwon Ki.

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Y, mientras escribo, me viene un recuerdo más: el intenso calor que no nos abandonó ni un instante durante los días que recorrimos la ciudad. No tengo ni la más mínima idea de cuántos grados haría, pero al encontrarse en medio de un desierto, las temperaturas en Jaisalmer suelen ser bastante altas. Y si a eso añadimos que estábamos en pleno mes de agosto… no hay nada más que comentar. Así que mientras el sudor empapaba nuestra frente, y la respiración se hacía costosa, caminábamos para arriba y para abajo buscando descubrir la ciudad.

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Los puestos de frutas y verduras andaban salpicados por uno y otro rincón de la ciudad. Las vacas, reinas de toda India, paseaban a sus anchas por las estrechas calles. Los muros de los edificios anunciaban productos que a todos nos suenan y los niños, inocentes y algo tímidos, cuidaban de los negocios familiares en más de una ocasión.

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La prostituta y el maharajá

Uno de los enclaves que más disfruté fue el lago Gadi Sagar. Fuimos por la mañana, cuando las altas temperaturas aún no apretaban demasiado. La música salida de un instrumento de cuerda autóctono nos hacía de banda sonora mientras hacíamos fotos y disfrutábamos de aquel bello rincón.

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Este enorme lago, según dicen, surtía de agua en el pasado a toda la ciudad y cuenta con alguna que otra historia curiosa. Resulta que una de las construcciones que pueden verse sobre el agua fue mandada construir por una prostituta. Por lo visto, antes de que esto ocurriera, el maharajá se había negado en rotundo a que su dignidad pudiera verse afectada por algo así y lo prohibió. Sin embargo, en una ocasión en la que él se encontraba ausente de la ciudad, ella llevó a cabo su propósito. Para evitar que lo destruyeran añadió a la construcción un tempo en honor al dios Krishna. Así nadie se atrevería a acabar con él.

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Jardín de cenotafios

A seis kilómetros al sur de Jaisalmer se encuentra un jardín muy peculiar. El Bada Bagh, una extensión compuesta por numerosos cenotafios –tumbas vacías o construcciones funerarias levantadas en honor a una persona- que conformaban un lugar diferente a lo que habíamos visto hasta ese momento. Sobre todo por el enclave tan curioso: en medio del desierto. O, lo que es lo mismo, en medio de la nada. Al parecer en el pasado existió una presa en un lugar cercano a este punto gracias a la cual se pudo regar la zona y existieron verdaderos jardines en los alrededores. Nada queda ya de aquello. Y, aún así, me resultó una postal bastante bonita.

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Jaisalmer es una ciudad para disfrutarla, y para ello hay que saber sacarle partido a los detalles. Quizás sea eso lo que la hace tan especial.

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Adiós en el desierto

Para despedirnos de ella decidimos ir hasta el desierto. Así que subidas en camello y adentrándonos en las amarillentas arenas del Thar llegamos hasta una de sus dunas, desde la cual, y acompañadas por un refresco, esperamos al atardecer. El sol se fue poniendo poco a poco y el color del desierto se fue tornando más oscuro hasta ponerle fin al día. Quién iba a decirnos que nos costaría más trabajo de la cuenta decirle adiós a Jaisalmer.

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Y así, con la imagen del desierto infinito en nuestras mentes, regresamos a nuestro hotel: a la mañana siguiente continuaríamos nuestra ruta por el Rajastán.