Llevábamos toda la mañana paseando y grabando el estilo de vida de la tribu hamer en Turmi, un pequeño pueblo del sur de Etiopía.
El Valle del Omo puede llegar a resultar bastante duro en épocas de sequía. El calor apretaba, y mucho. Tan sólo nos encontrábamos a unos kilómetros de la frontera con Kenia y empezaba a notarse enormemente en los rasgos de los etíopes de la zona. La mezcla racial era impresionante.
Caminábamos hacia el mercado semanal persiguiendo a varias vendedoras cuando, de repente y por casualidad, nos encontramos con él.
En medio de la nada, en un valle en el que desde hacía ya varios meses no caía una sola gota de agua, estaba haciendo lo posible por asearse. Desnudo, restregaba la arena, mezclada con el agua del pozo improvisado, con su cuerpo a modo de exfoliante. Es curioso, pero incluso en lugares tan recónditos como este, donde la manera de vivir es de las más rústicas que he visto en mi vida, se preocupan bastante por el aseo personal. Aunque vivan en chozas en las que la cama es simplemente una tela en el suelo. Aunque el agua potable ni exista.
Nos acercamos a él y desde el primer momento sonrió. Para nada le importó que le grabáramos. A través de nuestro intérprete le preguntamos varias cosas. Nos contó que en los meses en los que la lluvia desaparecía se veían obligados a excavar grandes agujeros en el suelo en busca de agua. Ese mismo agua, fanganosa y sucia, les servía para lavarse, para cocinar e incluso para beber. Ellos y su ganado, con los que no tenían ningún reparo en compartir espacio.
No supo decirnos su edad, no la sabía. Sí nos dijo su nombre pero he de reconocer que lo he olvidado. Y allí se quedó, impasible, recogiendo algo de agua para llevarse consigo a su choza, imagino. Mientras, nosotros continuamos nuestro camino.
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