Cuando hace apenas año y medio decidí pasar parte de mis vacaciones de verano en México, lo tuve claro: nada de transportes públicos. Nada de autobuses ni taxis. Nada de largos trayectos en carretera sin poder tomar ninguna decisión sobre dónde ni cuándo parar.

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Llevaba tiempo con ganas de hacer un road trip sin rumbo definido. Uno de esos viajes en los que tienes alguna idea de por dónde querrías ir, qué lugares te gustaría conocer, pero no quieres que ninguna decisión previa pueda privarte de esa sensación tan increíble llamada libertad. Necesitas poder elegir, en cada momento, qué es lo que quieres.

Y de esa manera acabé comprando un vuelo de ida y vuelta a Cancún, comienzo y final de mi viaje. Tras recoger las llaves de mi coche de alquiler en una de las oficinas del aeropuerto, comenzó la aventura. La que me llevó, durante diez días, desde Cancún hasta San Cristóbal de las Casas haciendo parada en todos aquellos lugares que me llamaron la atención.

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Expedia.mx me ha propuesto ahora que recuerde aquel viaje y lo traduzca a palabras. Que os hable de cómo fueron aquellos días recorriendo el maravilloso sur de México. De cómo disfruté y descubrí rincones inimaginables. Así que mejor no perder más tiempo: arrancamos el coche y nos ponemos en marcha sin esperar un segundo más… ¿qué os parece?

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Historias y colores en Valladolid

La primera parada fue Valladolid, también conocida como “la Sultana del Oriente mexicano”. Dos días fueron más que suficientes para conocer sus bellos encantos.

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Valladolid es una ciudad acogedora, agradable para pasearla y vivirla. Sus calles empedradas invitan a perderse por cada uno de sus recovecos, siempre rodeados de paredes color pastel. Caminar por el parque Francisco Cantón Rosado y relajarme observando la imponente fachada de la catedral de San Gervasio fue una buena opción para comenzar a tomarle el pulso a la ciudad. Como también lo fue el sentarme en el bazar municipal y pasar unas horas observando todo lo que acontecía a mi alrededor. La calzada de los Frailes me llevó hasta otro de sus grandes tesoros: el convento de Sisal.

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El día que tuve que dejar Valladolid sentí pena, algo que se convirtió en una constante durante todo el viaje. Sin embargo pronto se me pasaría. A pocos kilómetros se encontraba una de las joyas del sur: mi siguiente parada.

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Chichen Itzá, las ruinas mayas por excelencia

La gran pirámide de Kukulkán me dio la bienvenida poco después de atravesar la entrada del complejo donde se encuentran las ruinas mayas más importantes de todo el caribe mexicano. Me quedé perpleja, extasiada frente a aquella auténtica maravilla del mundo. En cuanto reaccioné cogí bien fuerte el mapa entre mis manos y me puse a caminar.

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Poco tuve que avanzar para volverme a quedar sin palabras. La enorme explanada del gran juego de pelota, el más importante de todo México, me pareció increíble. Qué de sucesos ocurridos en aquel lugar. Qué de vidas jugadas y perdidas sobre aquel terreno.

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Pero las historias continuaban apareciendo en forma de ruinas. La Plataforma de los Cráneos, los restos del Templo de las Mil Columnas, el famoso Cenote Sagrado… y las decenas de iguanas, de todos los tamaños y colores, que me observaban ocultas entre la maleza.

Solo cuando la tormenta llegó, fue hora de abandonar Chichen Itzá.

Lluvia y sol en Campeche

Y de nuevo, una explosión de color. En sus calles, en las fachadas, en la comida e incluso en la ropa de sus habitantes. Aunque llegué a Campeche de noche acompañada por una enorme tormenta (así es el clima tropical), la mañana se despertó en calma, con un sol radiante en el cielo dispuesto a mostrarme la ciudad en todo su esplendor.

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Y así fue como descubrí todos sus encantos, como los que se esconden en el mercado de abastos de la ciudad vieja. Entre verduras, pescados y alimentos que no había visto jamás me metí de lleno en la vida cotidiana de los campechanos. Los vendedores gritaban sus productos, los compradores regateaban lo que podían, y yo andaba de un lado a otro con los sentidos activos al 100%.

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También me gustó la Plaza Mayor, la catedral de Nuestra Señora de la Purísima Concepción y el malecón. Los baluartes, la antigua muralla y las obras de arte callejeras. México volvía a dejar el listón alto con esta ciudad… a ver qué vendría después.

Palenque, sorpresa en el camino

Tras horas de carretera por fin una enorme señal me indicó que había entrado en el estado de Chiapas. Había decidido hacer un alto en el camino para visitar las ruinas mayas de Palenque y algo me decía que no me iba a arrepentir de ello.

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Inmerso en la selva, los templos de Palenque se alzan al cielo convirtiendo el lugar en un auténtico tesoro nacional. Al contrario de lo que ocurre en Chichén Itzá, aquí sí que es posible subir a la mayor parte de ellos. Escalón tras escalón me animé a alcanzar la cima del templo de la Cruz, uno de los más altos. Las vistas desde arriba me parecieron asombrosamente bonitas.

Se calcula que la ciudad de Palenque comenzó a ser habitada alrededor del 100 antes de Cristo. Tras el 900, sin embargo, fue abandonada, y no fue hasta 1746 cuando unos indios alertaron de la existencia de esta maravilla engullida y custodiada por la naturaleza.

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Tras la visita puse rumbo hacia San Cristóbal de las Casas, pero antes quise hacer una última parada. Aunque ello supusiera desviarme hacia una carretera que multiplicaría en varias horas mi ruta. A pesar de que llegué a última hora de la tarde, no me equivoqué: pude disfrutar de las cascadas de Agua Azul solo para mí.

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San Cristóbal de las Casas, un lugar para quedarse

Cuando pensaba que una ciudad no podía ser más colorida que Campeche o Valladolid, llegué a San Cristóbal de las Casas. Volvía a ser de noche cuando mi coche se adentraba en las calles empedradas de la ciudad.

Ya a la luz del día me encontré con numerosas mujeres indígenas que negociaban y vendían sus productos por las calles. En esta ocasión sus rasgos eran diferentes, quizás más marcados de los que había visto hasta ahora. Sus ropas, además, tenían características distintas: las gruesas faldas de lana negra llamaban mi atención.

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En San Cristóbal aprendí muchas cosas, como que muy posiblemente sería capaz de vivir en ella un tiempo. La vida parecía ser más tranquila allí que en el resto del mundo. Los mensajes defendiendo los derechos de los indígenas aún resonaban en alguna que otra esquina: estaba claro que me encontraba en territorio zapatista. Sin dudarlo me puse a caminar por las calles hasta descubrir joyas como la catedral o las increíbles vistas desde el cerro de Guadalupe.

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San Cristóbal me atrapaba y a la vez me creaba una sensación extraña. Pero ni de lejos tan extraña como la que sentí en la siguiente parada de mi ruta.

Misticismo en San Juan Chamula y Zinacantán

Si existe un lugar místico en el mundo, donde hay mucho que aprender pero poco que entender, ese es el pueblo de San Juan Chamula. Hice el esfuerzo de hablar con su gente, de sonreírles, pero aún así todo fue un fracaso. Los chamulas son de la etnia tzotzil, tienen carácter, son dueños de su propia cultura y no les gusta que nadie venga a meter las narices donde no les importa.

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Era domingo, día de mercado, y mientras unos comerciaban en los puestos con sus productos, otros aprovechaban para beber tequila y mezcal y celebrar así el festivo con la familia. Hubieron mil detalles que llamaron mi atención en San Juan Chamula, sí, pero sin duda alguna, lo que jamás olvidaré fue el tiempo que pasé en el interior de su iglesia. Chamanes, hojas de pino, velas, santos… Al estar prohibido tomar fotos no puedo mostrar imágenes, pero aquella experiencia se me quedará grabada para siempre. Prometo que algún día os contaré cómo fue…

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San Lorenzo Zinacantán, a muy pocos kilómetros de distancia, estaba de fiesta, o al menos de resaca. Los días previos a mi llegada habían celebrado la patrona de la localidad y las banderolas de colores aún decoraban las calles y la iglesia. En el interior de esta, las latas de refrescos abundaban por todas partes: esas eran las ofrendas a los santos y/o dioses más exitosas. Juana, una joven ataviada con un chal tradicional de lo más colorido, me contó alguna que otra curiosidad sobre su gente. A lo lejos se oía la música y los cantos de aquellos mayores que, aún borrachos desde el día anterior, continuaban la celebración a su manera.

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Decidí hacer un paréntesis en este punto. Dejé el coche y crucé la frontera a Guatemala en transporte público. Tras recorrer gran parte del país volví a México por tierra, atravesando Belice. Sabía muy bien dónde quería disfrutar de mis últimos días en el país.

Tulum, el paraíso terrenal

De repente, el mar. Las aguas del color turquesas más espectaculares que mis ojos habían visto aparecieron ante mí sin esperarlo. La arena, blanca y fina como la harina, se pegaba a mis pies mientras recorría la orilla de una de las infinitas playas.

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En Tulum pude visitar las ruinas, esas que dicen que se encuentran en el mejor enclave del mundo. Pude hacer snorkel y disfrutar de peces multicolores que nadaban a mi alrededor. Aproveché la oportunidad de ver y fotografiar la Vía Láctea sin sufrir contaminación lumínica alguna. Tuve que agacharme cuando los pelícanos volaban tan bajo que parecía que iban a aterrizar sobre mi cabeza y soñé, en una pequeña cabaña, mientras el sonido de las olas me servía de dulce canción de cuna.

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No tuve que esperar demasiado para darme cuenta de una enorme verdad: si existe el paraíso, se encuentra en Tulum. Si existe una manera de conocerlo, esa es viajando a México.