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Y digo 11 igual que podría decir 20, 100 o 1.000. Porque si algo tiene Lisboa, son razones para volverte loco. Para hacerte querer dejarlo todo y entregarte a ella sin pedir nada a cambio. Porque es escuchar su nombre y que se te dibuje una sonrisa en la cara. Porque Lisboa huele, sabe y se siente distinta, y no hay ni uno solo de sus rincones que no haga que quieras quedarte en ella para siempre. 

Lisboa es única en sus detalles. En sus rincones de ensueño. En sus mensajes, esos que lanza aún sin que seas consciente. En sus atardeceres, en sus miradores, en sus cuestas, tranvías y azulejos. En sus ventanas, en sus barandas, en los cables que enmarañan su cielo. En sus comercios, sus letreros y hasta en sus plazas. Lisboa es mucho más que Alfama, el Barrio Alto, Chiado o Baixa, pero en ellos reside su esencia. Y en ellos están las claves que hicieron que un día me enamorara perdidamente de esta ciudad.

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Así que te propongo que no lo pospongas más. Si no la has conocido nunca, este es el momento. Y si ya has estado en ella, es hora de repetir. Anímate, haz la maleta, busca un coche de alquiler y ponte en marcha para lanzarte a redescubrir este pedacito de Portugal repleto de cosas bonitas. Hoy te cuento cuáles son aquellas que lograron conquistarme.

 

1. Sus azulejos

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Lisboa es una ciudad de detalles. También es una ciudad de azulejos –que son parte de esos detalles-. De hecho, se trata de la capital con más azulejos del mundo. Dedícate a pasearla y a jugar con ella. Intenta encontrar los más antiguos, los más coloridos, los más realistas. Mires donde mires, habrá alguno que consiga sorprenderte, porque en eso Lisboa es especialista.

Las fachadas de los edificios de sus barrios más auténticos están decorados con ellos. También los frontales de muchos comercios que parecen sacados de historias del pasado. Los hallarás en el interior de sus estaciones de tren y de metro. En los balcones, en los bancos y en las plazuelas. Algunos de tonos azules –los más clásicos-, otros más atrevidos que se lanzan a jugar con la paleta de colores. Míralos bien, estúdialos, fotografía cada uno de ellos. Probablemente consigan atraparte tanto como a todos los que recorremos Lisboa alguna vez en nuestra vida.

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 2. Sus miradores 

La orografía lisboeta le regala una de las cosas más preciadas de la ciudad: sus miradores. Lisboa está repleta de ellos en cada uno de sus barrios, y es imposible no pararte cada vez que te cruzas con uno, sentarte y disfrutar de las vistas. La capital portuguesa, vista desde las alturas, es hermosa como ella sola. Divisar el colorido de sus tejados, el Puente 25 de abril, el río Tajo en el camino a su desembocadura al mar… ¿qué más se puede pedir? Y, entre unos y otros, sus encantos más aclamados: el castillo de San Jorge si la disfrutamos desde el Barrio Alto –desde el mirador de San Pedro de Alcántara o el de Santa Catarina, por ejemplo-, el elevador de Santa Justa y el convento do Carmo si lo hacemos desde Alfama –como desde el mirador de Santa Lucía o el mirador de San Jorge-.

Lo ideal es alternarlos y acudir a ellos en los momentos cruciales del día: algunos son más bellos al amanecer, otros al atardecer, y todos son hermosos a cualquier hora del día que los visites.

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3. Pessoa

Porque Pessoa es a Lisboa lo que su obra a las letras portuguesas. Y si hay una persona a quien las artes relacionan con esta ciudad europea, es a él. Por eso también tiene su espacio en una ciudad tan agradecida como esta. El escritor ha quedado inmortalizado para siempre mientras descansa tomando un café en una mesa junto a la terraza de A Brasileria, en el 20 de la Rua Garret. Lisboetas y turistas hacen cola para fotografiarse con él, o al menos con uno de los muchos personajes en los que se convirtió a lo largo de su vida, quizás con la intención de preguntarle con cuál de ellos tienen el gusto de compartir mesa en ese momento.

Junto a Pessoa pasé bastantes horas en una de las ocasiones que visité Lisboa. Viendo todo lo que acontecía a su alrededor mientras él ni se inmutaba. Comprobando cómo la Lisboa que tantas veces retrató en sus obras permanece en el tiempo, adaptándose lo justo y necesario a la actualidad para no perder así su esencia.

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4. Sus pasteis de nata

No podían faltar, no. Un manjar de este calibre debía de estar en mi lista, más aún tratándose de un dulce. Probablemente hayas oído hablar de ellos millones de veces en tu vida, seguro que incluso los has comido en muchas ocasiones, pero sigues relamiéndote con solo imaginarlos… ¿verdad? No te preocupes, a mí me ocurre lo mismo.

Y es cierto que pueden encontrarse en casi cualquier comercio, cafetería o bar de Lisboa, pero sigo siendo fiel a las tradiciones y, si tengo que quedarme con un lugar donde probarlos, es en el más habitual: en Belém. Da igual cómo de enorme sea la cola de personas esperando en el exterior del negocio, abierto desde 1837, siempre esperaré hasta que mi turno llegue para salir de allí con una cajita de varios pasteles bajo el brazo. Una vez me los sirvan, cruzaré la calle hasta alcanzar el parque que hay justo enfrente. Buscaré un banco vacío, me sentaré, y allí mismo me deleitaré con los pasteles de nata más ricos del mundo entero.

 

5. Sus tranvías

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¿Qué sería Lisboa sin su atrezo más destacado? El traqueteo de los tranvías mientras recorren de un lado a otro la ciudad componen la banda sonora de la capital portuguesa. Los hay amarillos y rojos, incluso con algo de publicidad en ellos, pero mantienen a conciencia la esencia más pura de la Lisboa de toda la vida. 

Me encanta subirme en alguno, desaparecer del mundo en uno de sus asientos y contemplar su rutina. Señoras con bolsas suben de camino a sus casas. Turistas con cámaras fotográficas colgadas del cuello aprovechan para descansar en lo que dura el trayecto. Jóvenes estudiantes conversan entre ellos mientras un señor mayor se quita el sombrero nada más poner un pie en el interior de vagón. Probablemente esté viajando en el 28, el clásico tranvía lisboeta, que conecta algunos de los puntos más emblemáticos de la ciudad. Cuestas, curvas y callejuelas de lo más estrechas: es como si te movieras sin prisa pero sin pausa por las venas de una ciudad con mucho pasado, pero a la que a la vez le queda toda una vida por delante.

 

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6. Sus atardeceres

Cuando el sol comienza a ponerse en Lisboa, es la hora de parar. Hay que buscar un lugar tranquilo donde puedas disfrutar de un momento que, precisamente en este lugar del mundo, se convierte en especial. Porque los atardeceres en Lisboa son mágicos, lo vivas donde lo vivas.

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En cualquiera de sus miradores tendrás un paisaje espectacular. Pero también lo disfrutarás a pie de río, junto al Tajo. O a la altura del monumento a los Descubrimientos. O un poco más adelante, en la torre de Belém. Incluso, por qué no, junto al Monasterio de los Jerónimos. El cielo se torna amarillo, naranja, rojo… y las siluetas de sus monumentos más aclamados cobran protagonismo al jugar con las luces y sombras.

Eso sí, un atardecer en Lisboa se siente mejor con una copa de vino en la mano. Así que te recomiendo que, si el lugar elegido no tiene un bar junto a él, te hagas con una botella en algún comercio. Un vaso de plástico bastará: ni el detalle más básico podrá estropear un momento tan especial. Aprovecha entonces y brinda por las ciudades que se mantienen auténticas a pesar del paso del tiempo y de la fuerza de la modernidad. Por esas que luchan por guardar su esencia sin importarles sus cicatrices.

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7. Sus mensajes 

Ya lo dije en una ocasión: Lisboa habla. Y deja mensajes a todos los que queramos entenderlos. Algunos, más directos. Otros, escondidos, disponibles únicamente para aquellos que de verdad la amamos. Se convierte así en el lenguaje secreto entre ella y los viajeros que caminamos por el mundo en busca de ciudades reales, aquellas que huyen de liftings porque saben que en sus arrugas se halla la verdadera belleza.

En las fachadas de sus edificios más descarados, en callejones escondidos, junto a algunos de sus clásicos elevadores o, simplemente, en la vieja pared de una casa en ruinas. Sus mensajes hablan de la vida, de la cotidianidad, del amor y de lo real. Lo mismo te declara su amor que te advierte sobre los carteristas que andan sueltos por las zonas más turísticas de la ciudad. Pon tus sentidos alerta y observa. Podrás escucharla a través de tus ojos.

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8. Sus plazas 

Algo que me encanta de Lisboa es que, aunque es sencilla en su esencia, cuando tiene que mostrar su magnificencia, su poder –el de ahora y el del pasado-, no duda un segundo. Y esa grandeza se puede observar, por ejemplo, en sus grandes plazas. Majestuosas y amplias, decoradas por grandes estatuas, columnas y arcos, es ahí donde deja claro quién es ella. Lisboa, la de pasado glorioso. La de dominios a lo largo y ancho del mundo. La que no se achanta ante otras capitales europeas porque sabe que puede jugar a lo que quiera, porque ganará.

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Así que recréate en la Praça de Don Pedro IV, más conocida como Rossio. Y admira la estatua del rey que le da nombre en lo más alto de la columna central. Fíjate en las cuatro esculturas femeninas que la guardan, representando sus cuatro bondades. Da un paseo hasta la estación de trenes de Rossio en uno de sus laterales o déjate cautivar por la fachada del Teatro Nacional Doña María II, del siglo XIX.

Si te gusta más, camina hasta la Praça do Comércio, mucho más amplia e imponente. Allí mismo fue donde se situó en su día el Palacio Real hasta que fue destruido por el terremoto de 1755 que asoló Lisboa. Observa la estatua ecuestre de José I –el rey que estuvo al mando durante el terremoto- o, mejor aún, disfruta de ella desde lo más alto del Arco Triunfal de la Rua Augusta, una auténtica maravilla. Se construyó para conmemorar la reconstrucción de la ciudad tras el desastre natural y hoy día me parece uno de los puntos más impresionantes de toda Lisboa.

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Sigue paseando y ve dejándote sorprender por las innumerables plazas que se esconden a la vuelta de cualquier esquina. Restauradores, Figueira, Luis de Camoes, Largo do Carmo… Pequeñas píldoras que la ciudad lanza a quienes la visitan para dejar claro que Lisboa es mucho más que encanto e historia. Lisboa es fuerza, determinación y un ejemplo alma viva dispuesta a lo que sea para renacer de sus cenizas.

 

9. Su castillo

Impasible al paso de los siglos, el castillo de San Jorge, uno de los mayores atractivos para quien visita Lisboa, se levanta sobre la colina que le da el nombre –la más alta de las siete que le dan forma la ciudad- desde nada menos que el siglo V. Visigodos, fenicios, cartaginenses, árabes… todas aquellas culturas que habitaron estos lares pasaron por aquí dejando su huella. Sin quererlo se convierte en el protagonista de los recuerdos que, en forma de fotografías, se lleva de vuelta a casa todo aquel que pisa Lisboa. La sombra de sus murallas, que serpentean como buscando la salida de todo un laberinto empedrado, es el mejor rincón para descansar de las cuestas y paseos que supone una visita a la capital portuguesa. Y, si es con las vistas que se pueden disfrutar desde el propio castillo, mucho mejor.

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10. Sus tascas

Y no me refiero a aquella que se han transformado en modernos cafés o gastrobares con wifi gratis y una sección donde poder comprar ropa hispter –ojo, que también me gusta la parte más moderna de Lisboa, ¿eh?-. Me refiero a sus bares de toda la vida. Aquellos con los que te topas al callejear por Baixa o Chiado y que están repletos de lisboetas recién salidos del trabajo tomando una copa de ginginha. Son esos lugares cuyo encanto reside en ser lo de toda la vida. En no haberse dejado influir, al igual que su ciudad, por lo novedoso. Donde se comen el bacalao y el paté de sardinas y el vino de la casa es servido en una jarra de cristal. Ahí se respira la verdadera esencia de Lisboa. Y ahí es donde se logra conversar con los que verdaderamente pueden ayudarte a hacer una radiografía a la ciudad por la que te estás sintiendo cautivado.

 

11. Su saudade

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El fado nació aquí y quizás por eso caminar por Lisboa es sinónimo de añoranza. De un “echar de menos” que ha comenzado mucho antes de que abandones la ciudad. Porque Lisboa es alegre y triste a la vez. Alegre por la emoción que causa el recorrer sus barrios encantadores y sus callejuelas traviesas, que te llevan a dejarte atrapar y enganchar como una novia ciega de amor. Pero también triste por esa nostalgia que despierta en ti al saber que todo llega tarde o temprano a su fin. Y te dejas influir por sus paredes medio derruidas, por el lamento triste de sus rincones más escondidos, por su historia. Pero acabas de recorrerla y sabes que, a pesar de todo, de lo bueno y lo malo y lo alegre y lo triste, pronto volverás. Porque, siempre a su manera, Lisboa sabe cómo hacerte feliz.   

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