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Cuatro años han pasado ya desde que me dio por comprar un vuelvo de esos baratísimos con los que te cruzas alguna vez en la vida –pero de los baratos-baratos de verdad, de los que luego te encanta comentar con otros viajeros para demostrar de qué tipo de chollo estás hablando- y no me creo que no haya sido capaz de escribir nada sobre Moscú aún.

Bueno, sí que os hablé en una ocasión de la odisea que supuso conseguir el visado para Rusia, no tanto por dificultosa como por el papeleo infinito que hay que entregar. Pero ahí quedó la cosa. Ni un comentario más sobre lo que vi, me gustó, comí, disfruté y aluciné en la capital rusa.

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Pero resulta que hace unos días mi gran amiga Meri me escribió a través de Facebook. Quería saber cómo me iba, que nos pusiéramos un poco al día de nuestras vidas y habláramos de viajes, algo que nos apasiona a las dos y de lo que terminamos charlando siempre, aunque ella viva en Moscú y yo en Sevilla y haga meses que no cruzamos una palabra. Así que eso hicimos, echamos un buen rato chateando.

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Meri es periodista, igual que yo. También como yo fue sevillana de adopción durante unos años en los que la profesión la trajo hasta aquí. Aunque en realidad Meri es una meiga galleguiña enamorada de su tierra, Vigo. Una oportunidad laboral de esas que hay que aprovechar sí o sí llamó a su puerta hace ya seis años con forma de billete de avión a Moscú, y allá que se fue a comenzar una nueva vida repleta de aventuras y desventuras en un país interesante y peculiar, pero difícil a la vez. Allí es una de las presentadoras de la cadena de televisión RT, que retransmite desde Rusia, en castellano y por internet para todo el mundo.

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Meri fue una valiente, y yo una de las primeras amigas que se animó a hacerle una visita poco más de un año después de su partida. En pleno mes de febrero, con -20 grados marcados en los termómetros y una semana después de que un terrorista hiciera saltar por los aires la salida del área de llegadas internacionales del aeropuerto moscovita de Mododédovo, al que tenía que viajar yo. Pero allí estaba yo, decidida a ver a Meri y allí estaba Meri, esperándome con los brazos abiertos para mostrarme el que se había convertido en su nuevo hogar.

Y con varias capas de ropa encima –como auténticas cebollas-, la cámara de fotos y muchas ganas, nos fuimos a recorrer las calles de Moscú. Y así comenzamos a descubrir todas aquellos lugares sobre los que había leído tantas y tantas veces.

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Viaje al centro de Moscú

Empezamos paseando por sus calles –por si no tenía mérito ya simplemente salir a la calle con el frío que hacía, hicimos casi todos los trayectos a pie- y acercándonos hasta un lugar que me tenía obsesionada: la Plaza Roja. Y, como era de esperar, me quedé boquiabierta cuando la tuve delante. Y me impresionaron las cúpulas coloreadas de la Catedral de San Basilio. Y la contemplé desde todos los ángulos posibles. De lejos, de cerca, de frente y desde atrás. Y supe que nos encontrábamos justo en el centro de Moscú. Y, por supuesto, nos hicimos fotos. Y se nos congelaron las manos –imposible hacer una foto en condiciones con los guantes puestos-.

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Y decidimos entrar a calentarnos en el centro comercial GUM, donde pude comprobar que la riqueza económica de los rusos va mucho más allá de lo que jamás había imaginado. Y me di cuenta de las paradojas de la vida: el icono del capitalismo se encuentra justo frente al del comunismo: el mausoleo de Lenin. Y no solo eso, sino que además durante la época soviética este edificio fue el lugar donde se daba el racionamiento a los ciudadanos. Qué cosas…

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Y volvimos a salir a la calle, que tampoco era plan de perder demasiado tiempo en interiores con todo lo que había que ver. Y entramos de nuevo, pero esta vez en el Kremlin, traspasando sus altas murallas. Y estuvimos presente durante un cambio de guardia mientras la nieve nos caía encima. Y recorrimos cada uno de sus edificios hasta encontrarnos, de cara, con la campana más grande del mundo. Y vi a señoras rusas que hacían turismo forradas en gruesas pieles de a saber qué animales. Y comprobé que algunas de las profesiones más peligrosas se desarrollan, muy posiblemente, durante los inviernos moscovitas.

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Con el padre del comunismo

También visitamos a Lenin, por supuesto. Y pasamos el estricto control que hay que atravesar para llegar hasta el lugar donde reposa su momia. Y dejamos cámaras y bolsos en las taquillas, no fuéramos a cometer cualquiera locura con ellos. Y nos dejamos intimidar por esos altos y duros militares que nos ordenaban cada paso a seguir como si eso fuera lo último que haríamos en nuestras vidas.

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Pero no solo caminamos por las calles de Moscú, no. Meri se apiadó de mí y me llevó de la mano hasta uno de los lugares más mágicos de la ciudad: su metro. Y allí me maravillé, una vez más, mirando hacia todos y cada uno de sus rincones y detalles. Y nos sentamos en un banco viendo cómo la gente iba y venía. Y miramos al techo hasta que nos dolió el cuello. Y nos montamos en una estación hasta llegar a otras tantas, siempre intentando conocer más de cerca Moscú.

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Y Moscú se me presentó como una ciudad distante. Con largas avenidas y anchas aceras. Con moscovitas que marchaban hacia sus destinos como si sus pasos fueran dirigidos de manera automática. Moscú se me presentó fría, sí, y creo que no solo por las bajas temperaturas. Quizás incluso la sentí desafiante, con sus altos edificios comunistas, sus grises fachadas y sus cuadriculadas estructuras.

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Aunque también, he de ser sincera, se me presentó hermosa. Con ese inagotable manto de nieve que la cubría haciéndola aún más bella. Con sus coloridas cúpulas decorando los tejados de iglesias y catedrales. Con sus matrioskas, sus antiguos carteles de propaganda comunista y sus gorritos de pelo alineados en los puestos de su mercado Izmailovsky.

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Y también me pareció bonita por su río, congelado casi por completo en gran parte de sus tramos. Y por sus lagos sobre los que poder caminar. Por sus simpáticos muñecos de hielo y sus fuentes petrificadas. Por sus estalactitas a punto de caer desde los techos más altos.

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Una sorpresa más de Moscú

Otra de las sorpresas que tenía preparada Meri tenía forma de tutú y zapatillas con punta. Sí, estáis pensando bien: fuimos al ballet. Hubiera sido un delito estar en tierras rusas y no acudir una noche a disfrutar de, por ejemplo, “El Lago de los Cisnes”. Así que nos vestimos para la ocasión y nos fuimos hasta el “pequeño Bolshói”, como se conoce al teatro, más pequeño en tamaño, que existe junto al original. Desde uno de sus palcos pudimos emocionarnos viendo cómo los bailarines danzaban ante nosotras de una manera hermosísima. Qué bonita historia elegimos. Y qué bonito contexto.

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Y de los artistas sobre un escenario, a los de la calle. Porque, aunque me costó creerlo, pude comprobarlo con mis propios ojos: ni el frío ni la nieve achantan en Moscú a los pintores rusos que salen cada día a exponer sus obras y a venderlas en las calles del centro de la ciudad. Y más concretamente en Arbat, una vía peatonal repleta de tiendas y negocios de restauración. Artistas valientes que esperaban horas y horas a que algún turista o compatriota despistado se animara a llevarse una de sus obras a casa. Aunque también nos adentramos en las galerías del museo Pushkin, el segundo más grande de Rusia.

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Conocí la noche moscovita y nos fuimos de copas con los compañeros de Meri, rusos y no rusos. Probé el vodka –aunque soy más de gin, lo reconozco- y bailamos hasta mucho más tarde de lo que hubiera imaginado en esta ciudad. Descubrí entonces que quizás los rusos no eran tan fríos como pensaba. Salimos a cenar y caí rendida ante la gastronomía del país. Y disfruté de su exquisito borsch –¡aunque en realidad esta sopa es ucraniana!-, su stroganoff y sus blinis. E incluso del vino que nos cobraron a 14 euros la copa –anécdotas viajeras que quedarán para la posteridad-.

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Y visitamos la tumba de Boris Yeltsin en el conocido cementerio de Novodévichi. Y dio tiempo para perdernos por él, cada una por su lado, adivinando las tumbas, nombres y bustos escondidos bajo la nieve. Y visitamos el monasterio de Novodévichi –igual que el cementerio- y la Catedral del Cristo Redentor. Y nos animamos a ir en busca del lago que inspiró la historia de “El Lago de los Cisnes”. Y lo mejor: lo encontramos. Aunque en algunos momentos creyéramos que íbamos a perder los dedos de los pies por congelación.

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Y de esta manera pasó un día, y otro, y otro… hasta que llegó la hora de partir.

Y tuve el mejor final que podía tener un viaje a Moscú –a pesar del intenso frío, porque, ¿os he dicho que hacía mucho frío?-: volver a la Plaza Roja, pero en esta ocasión, de noche. Para volver a quedarme igual de embobada. Y para admirar de nuevo las cúpulas coloreadas de San Basilio –aunque fuera en la oscuridad-. Y para quedarme atrapada hasta el punto de no querer irme de allí.

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Pero al día siguiente me fui. Y desde entonces Meri y yo no nos hemos vuelto a ver. Aunque han pasado más de cuatro años, no hemos tenido la oportunidad. Así que no puedo acabar este artículo sin decirte, amiga, que ya va siendo hora de que nos veamos las caras.

En Moscú o en Sevilla.

O en cualquier otro lugar del mundo… ¿no?

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