Miro al suelo y de repente veo junto a mis pies lo que parece el casquillo de una bala. Sin entender por qué, mi reacción es la de agacharme rápido y cogerla. La tomo en mi mano y la guardo en el bolsillo. Dos segundos más tarde analizo qué estoy haciendo, la vuelvo a sacar y la tiro a un contenedor metálico en medio de la calle. A tan solo varios metros de mí un soldado israelí, bien armado, -el mismo que hace apenas unos minutos me ha pedido el pasaporte- me mira fijamente. Probablemente no se haya dado cuenta. Probablemente solo me mire porque no tiene a quién más mirar: Carlos y yo somos los únicos extranjeros en todo el centro histórico de Hebrón, Palestina.
Continúo caminando por la calle desierta y, aunque intento entender lo que encuentro a mi alrededor, no logro comprender nada. Los grandes cerrojos y candados son los protagonistas de cada una de las puertas que veo. Comercios cerrados a cal y canto. Negocios vacíos, sin dueño. Pintadas en las fachadas que prefiero no saber interpretar. Cristales rotos.
El centro de Hebrón está desierto. De las ventanas de los primeros pisos, esos que se sitúan por encima de todos los negocios cerrados, cuelgan banderas de Israel. Me cruzo con un niño palestino en bicicleta. Acto seguido, un grupo de jóvenes judíos camina calle abajo charlando y riendo. Parecen pasarlo bien.
El dibujo de una paloma de la paz en la pared de un edificio llama mi atención. Junto a él, en plena calle, lo que podrían ser los restos de una barricada. No parece que haya pasado demasiado tiempo desde que se usó por última vez.
Me esfuerzo en entender una vez más, pero me es imposible. Y, mientras, en mi mente se repiten diferentes palabras.
Injusticia.
Tristeza.
Desigualdad.
Frustración.
Ocupación.
Mohamed aparece ante mí de repente. Parece tener unos cuatro o cinco años. Lo encuentro sentado con sus amigos. Charlan. Se ríen. Juegan.
En algún momento su mirada se cruza con la mía. Se levanta y se acerca corriendo. Con una enorme sonrisa me pide que le haga una foto. No sé por qué, pero este niño me transmite una ternura asombrosa. Quizás porque sea la inocencia personificada. Quizás porque pienso que Mohamed tampoco es capaz de entender qué ocurre a su alrededor. No debe de comprender qué significan aquellas barricadas. Aquellos grandes candados en las puertas cerradas de los negocios. Aquellas pintadas. Aquellos casquillos de bala en el suelo.
O quizás sí que lo entienda. Puede que incluso más que yo.
Le devuelvo la sonrisa, le pregunto su nombre y le hago la foto. Mohamed viene a mi lado para que se la enseñe. Ríe a carcajadas. Los amigos también lo hacen. Enseguida vuelve con ellos y se olvida de mi existencia.
Cuando varios minutos más tarde vuelvo a toparme con un nuevo control de seguridad y muestro –otra vez- mi pasaporte y mi mochila a varios soldados israelíes, sigo pensando en Mohamed. En sus ojos. En su inocencia. Tengo grabada su sonrisa en la mente.
Y me alejo de aquella dura realidad queriendo creer que Mohamed es feliz en su mundo.
Al menos, mientras le dejan serlo.
Me resulta sublime lo que cuentas porque desde la barrera todo lo aprecio así. Sin embargo, sé que si estuviera allí estaría sintiendo lo mismo que tú.
Pienso que Mohamed como niño que e se adapta a la vida de manera pasmosa. Porque cuando somos niños lo cotidiano y habitual se vuelve para nosotros lo normal. Y no se juzga se da por hecho, se asume.
Creo que él es feliz como tú lo piensas.
Saludos.