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Parecía el fin del mundo. La lluvia apenas nos dejaba ver a través del cristal delantero del coche mientras avanzábamos, muy lentamente, por la autovía que nos llevaba dirección a Campeche.

Quién nos iba a decir que estaríamos bajo el diluvio universal hace tan solo unas horas, cuando nos refrescábamos del sofocante calor con un chapuzón en la piscina de nuestro hotel en Valladolid.

Pero tocaba avanzar. Seguir nuestro camino. Y, mientras los rayos más grandes que jamás he visto atravesaban el cielo sobre nosotros, los kilómetros que nos separaban de nuestro destino iban disminuyendo.

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Campeche es la ciudad que da nombre al estado en el que se encuentra. Está situada en el suroeste de México, junto al golfo (también) de México, y se me antojaba una ciudad bella, de colorines. En realidad, como todas las ciudades coloniales que nos encontraríamos durante nuestro viaje por México y Guatemala.

La lluvia no paró y Campeche nos recibió de noche y medio inundada. En algunas calles el agua estancada había formado auténticos lagos. Por momentos llegué a pensar que nuestro pequeño cochecito no sobreviviría y saldría flotando calle abajo. Finalmente acabó llevándonos hasta la mismísima puerta del Hotel Maya Campeche, nuestro alojamiento en la ciudad durante nuestra estancia, situado en plena zona antigua de Campeche.

Calles de Campeche al caer la noche

Calles de Campeche al caer la noche

No nos hizo falta esperar a la mañana siguiente para comenzar a descubrir la ciudad. Un paseo por sus solitarias calles, mojadas aún por la lluvia, nos mostró un Campeche extraordinario. Hermoso.

Pocas personas nos cruzamos durante esas primeras horas. Los principales edificios estaban iluminados. Las calles, sin embargo, se adivinaban bajo la tenue luz que desprendían los escasos faroles salpicados en sus fachadas. Éramos los únicos espectadores de una Campeche noctámbula, en pie solo para nosotros.

Era tarde, sí. Pero mejor así.

En un bar nos dieron algo de cenar y nos fuimos a dormir convencidos de que a la mañana siguiente, todo brillaría aún más.

Descubriendo Campeche

La zona antigua de Campeche se reparte en multitud de calles coloreadas que conforman una cuadrícula perfecta. Nada de curvas o entramados laberínticos. El trazado virreinal clásico ayuda a que en Campeche no haya opción a desorientarse. Comenzamos, como siempre, a caminar sin rumbo definido. Lo mejor en estos casos es no ir preparado, dejarse sorprender por el destino. Que sea él el que decida hacia dónde girar en la próxima esquina.

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Una de las esculturas de la exposición callejera de Leonora Carrington

El turismo, en pleno mes de agosto, existe en Campeche, por supuesto. Pero allí es temporada baja y nada tiene que ver el par de decenas de viajeros con los que nos encontramos con las hordas de turistas que habíamos visto en Yucatán. Aquí se podía pasear tranquilamente. Se podía hacer fotos de manera relajada. Se podía sentir la esencia de la ciudad sin necesidad de buscarla.

Y de esta manera, llevados “por el destino”, fuimos recorriendo poco a poco las vivas calles del casco antiguo campechano (qué me gusta esta palabra). Así descubrimos, por ejemplo, que el mismo centro urbano está dividido en pequeños (más bien diminutos) barrios, y que cada uno de ellos cuenta con su propia iglesia. O que en cualquiera de sus pequeños cafés se pueden tomar unos tacos inmejorables. También nos dimos cuenta de que las prisas en este pequeño rincón de México no existen. ¿Para qué estresarse?

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La vida transcurría con normalidad mientras nosotros, cámara en mano, parábamos en casi cualquier esquina. Qué curioso que, a pesar de que todo fuera “normal”, de que el entorno en el que nos encontrábamos no fuera tan extremadamente diferente de nuestra propia ciudad, nos llamaran la atención tantas cosas. Quizás no sepa explicarlo, pero el caminar por calles que parecen recién salidas de un cuento para niños nos hacía vivir la experiencia de una manera diferente. Uno caía rendido sin querer a esos colores pastel. A esos azulejos que decoraban las fachadas de sus iglesias. A esos detalles, a veces insignificantes, casi ocultos, que convierten a un lugar en especial. En único.

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Indígenas, música y vida

Sin buscarlo aparecimos en el epicentro de la parte antigua de la ciudad: su plaza mayor. Y parecía que algo sucedía. Las chicas más jóvenes paseaban por los alrededores vestidas con los trajes típicos. Esos vestidos blancos con flores bien coloridas que ya se nos iban haciendo incluso familiares. Más flores, y más coloridas si cabe, adornaban los moños en los que se, con delicadeza, se habían recogido el pelo.

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Muchas personas se concentraban alrededor de diversos tenderetes informativos. Celebraban el día del indígena, y con esa excusa intentaban transmitir parte de su cultura y tradiciones a los que pasábamos por allí. La música comenzó a sonar y le puso banda sonora al paseo: varios hombres estaban tocando la marimba, un instrumento típico del sur de México y Guatemala algo parecido a un xilófono.

Huyendo un poco del calor que ya apretaba a esas horas de la mañana, entramos en la catedral de Nuestra Señora de la Purísima Concepción, en pie desde hace nada menos que tres siglos. La misma catedral que la noche antes habíamos disfrutado en solitario y en la oscuridad, ahora acogía a decenas de fieles que entraban y salían para llevar a cabo sus oraciones. Sentados en uno de los bancos traseros nos limitamos a observar. A pasar desapercibidos mientras todo transcurría de la manera más cotidiana. Como si no existiéramos.

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Patio principal del centro cultural Casa Número 6

De vuelta al calor, más detalles que nos descubrían una Campeche única iban apareciendo. En el número 6 de la calle 57 comprobamos, en una antigua mansión de la época previa a la revolución, cómo vivía una familia de clase acomodada en aquella época. Y es que muchas familias criollas vivieron en la ciudad durante su época de mayor esplendor, entre los siglos XVIII y XIX.

Un poco de historia

El empedrado de las calles no tardó en dirigir nuestros pasos hasta los restos de la antigua muralla de la ciudad. Cuánta historia en cada una de sus piedras. Cuánta sangre derramada en sus alrededores cuando los piratas, sabiendo que se trataba del puerto principal de la península de Yucatán, atacaban sus costas sin piedad tantos años atrás. Ese fue el motivo por el que los muros que ahora veíamos fueron levantados. Y, junto a ellos, los ocho baluartes (sólo quedan en pie siete) desde los que los campechanos vigilaban la costa.

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Más allá del muro, el malecón hacía las veces de paseo marítimo. Mientras observábamos el azul del mar no era difícil imaginar aquellas viejas historias. Ni las anteriores, las que sucedieron antes de la primera visita de los españoles en 1517, cuando Campeche era una ciudad comercial conocida como Ah Kim Pech. O más bien, “tierra de serpientes y garrapatas”. A saber qué ocurría por aquel entonces en aquel mismo lugar para que le pusieran ese nombre…

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Pero las calles seguían sorprendiéndonos. Y continuábamos descubriendo las entrañas de la ciudad. Como la figura del horchatero, que paseaba con su puesto ambulante sirviendo vasos de fresca bebida a los viandantes. O como la de aquella escultura de forma completamente extraña, con brazos extendidos y ojos bien abiertos en medio de la calzada. Solo era la primera de las muchas pertenecientes a una exposición de Leonora Carrington que encontraríamos salpicadas por las callejuelas, decorando el centro urbano.

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Me encantó este señor que vendía horchata fresca en su puesto ambulante

Los pasillos del mercado de Campeche también eran una caja de sorpresas. A las mujeres rodeadas de frutas le seguían los polleros, pescaderos y carniceros. Una explosión de olores, no siempre agradables, nos acompañaron durante nuestro recorrido. Ahí era verdaderamente donde se reconocía la VIDA, con mayúsculas, de esta ciudad mexicana. Donde descubríamos el verdadero día a día. Sin que absolutamente nada alterara lo cotidiano.

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Lo habíamos hecho. Una vez más, sin apenas darnos cuenta, nos había ocurrido. Habíamos caído rendidos a sus encantos. A los hermosos atractivos de Campeche. Ahora entendíamos el por qué los mayas, durante tanto tiempo, lucharon ferozmente para no dejar escapar esta hermosa ciudad.

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Pero, una vez más, llegaba la hora de despedirse. Y nos entró la pena, porque nunca se dedica el tiempo suficiente a aquellos lugares que agradan tanto. Y volvimos a hacer las maletas. Y volvimos a cerrar la puerta de la habitación de nuestro hotel. Y volvimos a montarnos en nuestro coche…

Pero, para que quizás nos costara menos, hicimos una última parada, aún sin salir de la ciudad, para conocer el Fuerte de San Miguel. Y desde allí, sobre los amarillos muros de sus murallas, con el inmenso Golfo de México a nuestros pies y rodeados de interesantes restos arqueológicos, dijimos “hasta luego, Campeche”. Algún día, espero, volveremos a vernos.

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Alojarse en Campeche

El Hotel Maya Campeche se encuentra situado en el número 40 de la calle 57, en pleno centro histórico de la ciudad. Cuenta con 15 amplias habitaciones decoradas con mucho estilo en la que fue una típica casa campechana. El edificio en el que se encuentra se caracteriza por un marcado estilo arquitectónico colonial del siglo XVIII.

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El servicio es absolutamente amabilísimo, atento y dispuesto a ayudar en todo lo necesario.

Se trata de un hotel muy tranquilo, elegante y en una ubicación sin igual: a dos minutos a pie de cualquiera de los puntos más importantes que visitar en Campeche.

¡Fue nuestra elección de alojamiento y os aseguro que quedamos más que contentos!

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