Algo que me ocurre a diario, y con lo que estoy acostumbrada a convivir, es con la constante sucesión de imágenes de viajes que me vienen a la cabeza durante las 24 horas del día. Es algo que me encanta, un detalle que demuestra que los viajes no acaban ni mucho menos cuando se regresa del lugar visitado.
A veces basta una palabra, o una canción. Un olor, o incluso nada de ello: mi mente se ocupa, ella solita, de traerme al presente los recuerdos más variados de los lugares más recónditos del mundo.
Estos días, coincidiendo con que hace ya un año que estuve recorriendo en barco la costa noruega gracias a Hurtigruten, esas imágenes están siendo protagonizadas por el país escandinavo. En determinados momentos es como si volviera a estar allí, sintiendo el frío desde la cubierta del barco, mirando el paisaje que tanto me enamoró o incluso compartiendo mesa y mantel con mis compañeros de aquel viaje. De repente, me entran unas ganas tremendas de volver a viajar, de elegir un destino al azar, donde sea, y montarme en un avión a vivir una nueva y bonita experiencia.
Aquel viaje comenzó en la octava parada de las 34 que realizan los barcos de Hurtigruten por la costa noruega. En la octava parada si contamos de sur a norte, claro. Porque los barcos realizan el itinerario en los dos sentidos.
Llegamos después de un día de viaje –y tres vuelos- a Trondheim, una bonita ciudad de colores situada junto al mar. Se trata de la capital originaria de Noruega, hoy día tercera ciudad más grande del país, la traducción de su nombre significa “donde se vive bien” y posee un pasado cargado de historia.
La hora a la que llegamos a nuestro hotel era la ideal para pasar directamente a cenar en el restaurante de su última planta y acto seguido retirarnos a nuestras habitaciones para descansar. Así que al día siguiente nos levantamos temprano para conocer un poco más de la ciudad antes de zarpar hacia nuestra nueva aventura en barco.
El tiempo aquella mañana amaneció nublado, incluso chispeó a ratos. No teníamos demasiadas horas, así que el objetivo fue dar un paseo y descubrir algunos de los rincones más emblemáticos de Trondheim. No hizo falta caminar mucho para comenzar a sorprenderme. Nada más alcanzar los primeros canales procedentes del río Nidelva, flanqueados en las dos orillas por aquellas casitas de madera, cada una pintada de un color diferente, ya caí rendida a los pies de la ciudad.
A primera vista Trondheim parecía ser un lugar bastante tranquilo. Por las calles más céntricas, algunas de ellas peatonales, las tiendas abrían sus puertas vendiendo una mercancía que ya anunciaba que el invierno estaba cerca. El instinto o la casualidad nos llevó hasta el “bryggen” o antigua zona de almacenes. Hoy día la mayoría de estas construcciones son casas privadas e, incluso, locales comerciales. Eso sí, con una ubicación sin igual.
Los colores en los que estaban pintados las maderas de las fachadas conjugaban a la perfección con el de las hojas de los árboles que, siendo ya otoño, contaban con una variedad increíble.
Muy cerca de la zona de almacenes encontramos el Puente Viejo. Fue levantado en 1681 para dar paso al fuerte de Kristiansten y es otro de los lugares más conocidos de Trondheim. Originariamente fue construido en madera sobre pilares de piedra. En ambos extremos existían casetas de vigilancia que llevaban un estricto control sobre todo aquel que cruzaba de un lado a otro del río. Con el paso de los años la estructura se fue reforzando con materiales más resistentes como el hormigón.
Conocer la historia de la ciudad ayuda a entender muchas cosas. Y más tratándose de esta, rica e interesante como pocas.
Los momentos destacados comenzaron a darse ya en el 997. Por aquel entonces, el rey Olav Tryggvason llegó en barco hasta Nidaros y estableció allí su granja. Fue él el que le adjudicó el nombre de entonces. Hay quien dice que Leif Erikson visitó al rey en este lugar justo antes de partir rumbo a Islandia, Groenlandia, y convertirse después en, muy posiblemente, el primer europeo que pisó Norteamérica.
En Torvet, una de las principales plazas de Trondhein, se erige una escultura de Eriksson en honor a todos aquellos emigrantes noruegos que partieron rumbo al nuevo mundo.
Otro rey Olav, en esta ocasión Haraldsson, llegó a ser más famoso aún que el primero. En el 1030 fue martirizado y posteriormente canonizado tras fallecer en la batalla de Stiklestad. Esto hizo que Nidaros comenzara a atraer a fieles y peregrinos desde toda Europa. El culto a San Olav continuó hasta que en 1537 Noruega pasó a formar pate del obispado luterano de Dinamarca.
En 1997 fue inaugurado el Camino del Peregrino, de 926 kilómetros de distancia, recreando la antigua vía de peregrinación establecida entre Oslo, la capital del país, y Trondheim.
Esta es la historia que provoca que otro de los lugares clave que hay que conocer en una visita a Trondheim sea, por supuesto, su catedral: la catedral de Nidaros, levantada en el mismo lugar donde falleció san Olav. Ya lo comenté en el primer post que escribí acerca de este viaje, y lo vuelvo a repetir: probablemente este templo posea la fachada religiosa más hermosa que haya visto jamás.
En su lado occidental los adornos y esculturas de personajes bíblicos, reyes y obispos noruegos, rellenan el espacio confiriéndole un aire bastante solemne. Una de las cosas que me dejé en el tintero por no disponer de suficiente tiempo fue el entrar en la catedral para conocer su interior. Pero bueno, siempre está bien dejarse cosas por hacer para así tener la excusa perfecta para regresar, ¿no creéis? Por cierto, la catedral se trata de la construcción medieval más grande de toda Escandinavia (¡que no lo había comentado!).
Además de por sus asuntos religiosos, Trondheim fue un punto bastante relevante durante la II Guerra Mundial, cuando los alemanes la convirtieron en base de operaciones. El destino quiso que la ciudad no quedara muy dañada al finalizar el conflicto y gracias a eso hoy día se mantiene casi como era entonces.
Tras recorrer los alrededores de la catedral decidimos dirigirnos de vuelta a nuestro hotel. Quedaba poco para la hora de embarcar y teníamos que recoger nuestras cosas. De camino pasamos por una de las principales avenidas de la ciudad: Munkegata. Esto nos dio la oportunidad de saludar al rey Olav Tryggvason, que desde lo más alto de una columna –situada en medio de una rotonda- nos despedía con afecto.
Llegaba el momento de decir adiós. Acabábamos de iniciar nuestro viaje y ya estábamos despidiéndonos. El primer contacto había sido perfecto, pero nos quedaba mucho por descubrir. Y con la pena del que se aleja de lo conocido y la inquietud del que se acerca a una nueva aventura, vimos cómo nos íbamos alejando, desde la cubierta de nuestro barco de Hurtigruten, del puerto de Trondheim.
Encantada, Noruega. Esto no ha hecho más que comenzar.
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