Escuchar el nombre de Mandalay me hacía imaginar un lugar de lo más exótico. Un oasis tropical entre palmeras y aguas cristalinas, misterioso y lejano tanto en el espacio como en el tiempo… Bueno, sí, es cierto que sabía perfectamente que eran sólo imaginaciones. Tratándose de la segunda ciudad más grande de Birmania (además de ser de interior), poco podría parecerse a esta estampa. O nada, más bien. Y así fue. Sólo bajar del autobús que nos condujo desde Bagan hasta este nuevo destino, fuimos conscientes de que Mandalay no era otra cosa que el antagonismo absoluto del lugar idílico por mí inventado.
El guantazo de humedad pegajosa y contaminada que nos azotó no se me olvidará jamás. La polución debía llegar en esta ciudad a unos límites inhumanos. Con nuestras mochilas al hombro, avanzamos como pudimos entre la multitud de birmanos que se afanaban en ser ellos quienes nos gestionasen el trayecto en taxi hasta nuestro guesthouse. Finalmente logramos negociar con un hombre de mediana edad los 4 mil kyats (unos 3 euros) con los que llegamos hasta la calle 25, entre la 82 y la 83, muy cerca al Palacio de Mandalay.
Por 22 dólares la noche ya teníamos nuestro hogar asegurado para los siguientes 4 días: el Royal Guest House.
En realidad seré sincera: Mandalay en sí misma no tiene demasiado que ofrecer. Tan sólo algunos puntos concretos algo más turísticos que pueden llamar la atención del visitante. Lo mejor de la ciudad es, sin duda, su ubicación. Es el lugar ideal para convertirlo en campamento base durante unos días y hacer algunas excursiones por los alrededores. Así se logran descubrir lugares verdaderamente asombrosos como Sagaing o Mingun.
Pero vamos a centrarnos en esta nueva parada de nuestro viaje. Como suelo decir, lo mejor para conocer bien una ciudad es comenzar a pasear. Así que no tardamos mucho en salir y empezar a merodear por sus calles. Gracias a que Mandalay está organizada según un ordenado sistema de cuadrículas (mucho más básico e intuitivo que la caótica Yangón), era fácil orientarse.
Un posible punto de partida para empezar a conocer la ciudad puede ser su Palacio. Aunque de nuevo seré sincera con vosotros: tendréis que pagar una entrada de 10 dólares impuesta porla Junta Militar del país. Con esto quiero decir que el dinero que se recauda no va destinado a la conservación del lugar, sino directamente al bolsillo de aquellos que controlan el poder. Este es uno de los motivos por los que muchos viajeros optan, al igual que hicimos nosotros, por prescindir de la visita. Porque así, de alguna manera, no colaboramos con el injusto sistema totalitario que lleva gobernando el país desde hace muchísimos años.
Pero como cada cual es libre elegir y quizás sintáis cierta curiosidad por entrar, os comento algunos detalles acerca del Palacio. Se trata de una zona completamente amurallada en cuyo interior existió en su día toda una ciudad. Parece que ya nada queda de aquello, puesto que gran parte fue derruida por los británicos y posteriormente arrasada por un incendio en 1945. Lo que se puede ver en el interior en la actualidad es un campamento militar grandísimo y la reconstrucción de lo que fue el palacio principal. Hubo quien nos comentó que lo había visitado y no le había parecido gran cosa, ¡pero no quiero hablar demasiado sin conocerlo de primera mano!
Para continuar descubriendo los “encantos” de Mandalay os aconsejo acercaros a alguno de sus templos. La religión está presente en todas las facetas de la vida de los birmanos. Los templos, en muchas ocasiones, no son meros lugares de oración, sino que se convierten en el centro de actividad en torno al que se desarrolla su día a día. El más curioso de los que visitamos fue el Mahamuni Paya. Algo alejado del centro de la ciudad, el templo se encuentra rodeado de parques donde muchos birmanos aprovechan para llevar a cabo actividades de ocio: jugar con balones, tumbarse al fresco o sentarse a comer algo.
Tras descalzarnos y avanzar por un largo pasillo repleto de puestos en los que se vendían todo tipo de recuerdos, artilugios y objetos religiosos, llegamos hasta la zona principal. Lo más importante del templo, sin duda, es su estatua de Buda sedente situada bajo un tejado dorado de varias alturas. Se trata de una de las más importantes y veneradas de toda Myanmar, mide 4 metros de altura y dicen que tiene más de dos mil años. Miles de fieles y peregrinos llegan hasta este templo a diario para llevar a cabo sus ofrendas colocando láminas de oro sobre la figura. Esto ha hecho que con los años se haya cubierto de una gruesa capa dorada maciza. La única parte del Buda que se mantiene sin cubrir es su cara, que es pulida diariamente por los monjes que se encargan de custodiarla.
Estas famosas láminas de pan de oro con la que se cubren y veneran las principales figuras religiosas proceden de un mismo lugar: del barrio de los orfebres de Mandalay, otro de los rincones que os recomiendo visitar. En varias calles se reparten hasta 70 talleres donde decenas de birmanos trabajan el oro a golpe de martillo. Es interesantísimo contemplar cómo se trata el metal precioso y de qué manera, a mano, se transforma hasta convertirse en láminas de un grosor casi imperceptible. Las visitas son gratuitas y las explicaciones, también.
Cambiando de tercio, toca destacaros uno de los mayores atractivos que, para mí, representaba Mandalay. Existía un lugar en la ciudad que tenía claro que quería visitar desde mucho antes de plantearme incluso el viaje al país. Todo un icono ya no sólo en la ciudad, sino en Birmania e incluso en el mundo: el show de los hermanos Moustache. Así que sin pensarlo nuestros pasos se dirigieron directamente hacia el antiguo garaje en el que esta familia vive y realiza su exhibición cada día.
Los hermanos Moustache son un trío cómico que comenzó su andadura hace muchísimos años. Lu Maw, Par Par Lay y Luz Zaw se hicieron mundialmente conocidos por sus espectáculos de sátira y crítica al Gobierno birmano y por lo que ello supuso al vivir y actuar en un país con un fuerte sistema totalitario. Durante años se dedicaron a ir de pueblo en pueblo representando diversos números, pero en 1996, tras actuar para la mismísima Ang San Suu Kyi, dos de ellos (Par Par Lay y Luz Zaw) fueron detenidos y obligados a realizar trabajos forzados durante nada menos que siete años.
Su historia ha pasado por numerosos momentos difíciles. Hoy día Lu Maw es el que se encarga de continuar con sus espectáculos desde casa con la ayuda de su mujer, su hermano Par Par Lay (que interviene sólo a veces y fugazmente) y algunos otros miembros de la familia. Ya no lo hacen para los birmanos, ya que lo tienen completamente prohibido. Ahora son los turistas los que acuden cada tarde hasta la calle 39 para, a cambio de un donativo de 8.000 kyats, asistir a un evento que se ha convertido en todo un hito. Prometo hablaros de su espectáculo más adelante dedicándole todo un post, porque de verdad que lo merece.
Conforme voy avanzando en la redacción de este post me estoy planteando que quizás Mandalay no está tan mal. Lo que ocurre con ella es que se trata de una ciudad que hay que ir descubriendo. Es de esos lugares por los que hay que ir dejándose sorprender. Mejor es no esperar nada de ella, porque así el asombro será aún mayor. Eso fue precisamente lo que me ocurrió el día que, por casualidad y cuando regresábamos de un viaje en barco a Mingun, nos topamos sin esperarlo con el mercado de las flores.
Es curioso pero este rincón no aparece en las guías (o, al menos, en la socorrida Lonely Planet), y a mi parecer se trata de posiblemente el lugar más bello de toda la ciudad. Decenas de puestos con miles de flores de todas las formas, tamaños y colores se extienden por el mercado bajo la sombra de improvisados toldos para protegerlas del sol. Muy pocos tenderetes están regentados por hombres. La mayoría son mujeres, jóvenes y mayores, bellas y sonrientes que derrochaban simpatía a raudales cuando me veían acercarme con la cámara. No sé cuánto tiempo pasé caminando por los pequeños huecos que quedaban libres entre las flores. Recuerdo el olor: esa fragancia a campo tan especial lo invadía absolutamente todo.
Para poner el mejor final a los días en Mandalay un plan que nos recomendaron pero que sin embargo no tuvimos tiempo de hacer fue subir a la colina de la ciudad para ver el atardecer. Según la leyenda, el mismísimo Buda la visitó durante su reencarnación en gallo. Tras el paseo de 45 minutos que hay que realizar para llegar a la cima, situada a 130 metros de altura, se obtienen las mejores vistas de la ciudad. Es muy típico encontrar allí a numerosos monjes que, atraídos por los turistas, suben y se acercan a ellos para entablar conversaciones y así practicar idiomas. Una manera de conocer de primera mano la sociedad y cultura birmanas.
MOVERSE POR MANDALAY
Una opción muy recomendable si no os apetece caminar bajo el sol y el calor de Mandalay, es la de negociar con algún motorista los desplazamientos de un lugar a otro (también se pueden alquilar bicicletas, pero en julio las temperaturas en Mandalay son altas y no nos apeteció en absoluto). Había quien se animaba a alquilar la moto, pero teniendo en cuenta que el tráfico, para variar, era una locura, preferimos dejar la conducción en mano de motoristas autóctonos. Según os convenga podréis contratarlos para todo un día o para desplazamientos puntuales. Nosotros conocimos a dos chicos con los que hicimos muy buenas migas muy cerca de nuestro hotel y decidimos pasar con ellos los días que estuvimos en Mandalay. Se portaron genial, hicieron de cicerones extraordinariamente e incluso nos descubrieron rincones en los que no nos cruzamos con ni un solo turista. ¡Si estáis interesados en contactarles, escribidme un mail y os pasaré su contacto!
¿no fuisteis a cruzar el puente U Bein?
¡Alli sacamos preciosas fotos!
Claro que sí! Es un sitio impresionante!
Pero este artículo lo he escrito sólo sobre Mandalay ciudad. Las excursiones que se pueden realizar por los alrededores las contaré muy pronto en un nuevo post! 🙂
Mil gracias por pasaros por el blog!!
Me encanta los empecé a leer x un twitt de peter lanzani!! Lo q más me gusta es q con un post nos hacen viajar!! Muy lindo.
Casualmente cuando estuve en Mandalay el empleado del taller del oro era la misma persona que has fotografiado. Pobre hombre, cuanto trabaja, jeje
¿Que experiencia Birmania verdad?