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Creo que jamás olvidaré el insoportable hedor que respiré nada más bajarme del coche. El mal olor era horrible, aunque no sabría ni cómo describirlo.

Tampoco olvidaré el sonido. Eran como gritos ahogados, algunos más graves, otros más agudos, que salían de lo más profundo de aquellos que los emitían. Centenares, miles de rugidos, casi al unísono. Procedían de la parte cercana a la costa, junto a la playa.

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Acabábamos de aparcar en el espacio habilitado para ello y decidimos dirigir nuestros pasos precisamente hacia esa zona. Unas escaleras nos permitieron ascender hasta unas pasarelas de madera que recorrían gran parte de la costa a apenas un metro del nivel del suelo. Lo suficientemente alto como para no molestar, pero también lo suficientemente cerca como para poder ver y disfrutar, sin nada que lo impidiese de por medio, de algo emocionante: estábamos ante la colonia de leones marinos más grande del mundo.

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Nos encontrábamos en Cape Cross, o lo que es lo mismo, Cabo Cruz, dentro de la conocida como Skeleton Coast, recorriendo de norte a sur parte del litoral de Namibia en dirección al desierto. Ya habíamos pasado por Botsuana y sus parque nacionales, incluido el vuelo en avioneta que nos llevó a gozar a vista de pájaro de la fauna salvaje más variada e increíble de África. También habíamos cruzado la frontera a Zimbabue y habíamos visitado las cataratas Victoria, uno de nuestros mayores sueños. Incluso nos habíamos topado con los himba, probablemente la tribu más peculiar de toda África, y habíamos pasado toda una mañana con ellos.

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Y es que estaba claro que de eso se trataba: de cumplir sueños, de experimentar cosas que jamás habíamos pensado que fueran posibles. Y, aún así, el viaje nos seguía regalando más y más momentos especiales. Como este. Porque a pesar del fuerte olor y de los gritos de aquellos enormes mamíferos marinos, nos sentíamos emocionados al contemplar la escena.

Esta colonia es solo una de las quince que existen en toda Namibia. Por todo el país conviven aproximadamente seis millones y medio de ejemplares. Como es natural, al menos esta en concreto está considerada reserva natural además de reserva faunística.

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Girábamos nuestras cabezas de izquierda a derecha, y a lo largo de todo el paisaje que nuestra vista podía abarcar, solo veíamos decenas de cabecitas que sobresalían del agua. Parecían disfrutar de su baño sin que les echara para atrás la masificación del lugar: estaban tan a gusto. Pero no solo en el agua. Desde la orilla hasta, literalmente, nuestros pies –o bajo ellos, ya que estábamos sobre la pasarela-: los leones marinos campaban a sus anchas por todas partes. Algunos jugaban, otros –la mayoría- se echaban una siesta y, los más pequeños, incluso aprovechaban la tranquilidad del momento para mamar de sus madres.

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Una vez más estábamos comprobando cómo la vida salvaje, la que de verdad se encuentra en libertad, sin límites ni barreras, es fabulosamente espectacular.

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Más de 500 años antes

Posiblemente 500 años atrás, en 1486, cuando el capitán Diego Cao descubrió este cabo, la colonia de leones marinos aún no había hecho de este rincón su hogar. Cao, un destacado navegante portugués reconocido por, entre otras cosas, haber realizado dos viajes de descubrimiento por la costa africana, decidió colocar una cruz de piedra en su punta para marcar que ese había sido el lugar más meridional al que los europeos habían accedido en África jamás hasta entonces. Esa cruz acabó dándole el nombre al lugar y convirtiéndose en su símbolo.

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Tuvieron que pasar 400 años hasta que nuevos exploradores llegaran hasta la cruz, que fue descubierta, en esta ocasión, por un navegante alemán. 400 años en los que fueron muchos los barcos que naufragaron en estas costas. Por algo es conocida como la “Skeleton Coast”. Es decir, como la Costa de los Esqueletos: las intensas nieblas que se producen durante la mayor parte del año, además de los fuertes vientos y el gran oleaje hacen que se puedan encontrar numerosos restos de barcos encallados a lo largo de todo el litoral. La suerte de aquellos que se aventuraban a adentrarse en estas aguas no solía ser demasiado buena, de ahí su nombre.

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Los minutos pasaban y no nos cansábamos. Mientras, los leones marinos continuaban a su aire, ajenos a nuestra presencia. Como llevaban haciéndolo cientos de años. Era curioso que apenas hubiera gente con nosotros visitando el lugar. Apenas un par de parejas más que, como nosotros, habían llegado hasta este peculiar rincón de Namibia para conocer de cerca de estos simpáticos mamíferos. Y los gritos que emitían seguían sonando. Y el fuerte y mal olor había desaparecido para nuestros sentidos: nos habíamos adaptado a él.

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Y entonces llegó el momento de continuar nuestro camino. En aquellos instantes no sabíamos que en nuestra ruta por la Costa Esqueleto nos toparíamos con varios restos de barcos encallados, de esos sobre los que habíamos leído aquellas historias de tiempos pasados en nuestra guía. Tampoco podíamos imaginar que seríamos casi atropellados por una avioneta cuyo dueño había decidido hacer una parada en una playa cercana y despegar justo cuando pasábamos por allí con nuestro coche. Y, por supuesto, no se nos pasaba por la cabeza que aquella noche dormiríamos bajo las estrellas, en medio del desierto y sin nadie más alrededor.

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Experiencias que se sumaban, una a una, a un viaje sin igual. Una aventura que compartíamos por África y que nos emocionaba cada día más. Ya llevábamos gran parte del viaje hecho, pero intuíamos que nos aguardaban muchas más sorpresas.

Y, por supuesto, no nos equivocábamos…